Privilegios fundados en el despojo: Reflexiones de una mujer citadina

Desde muy niña, mi mamá me limpiaba con ruda por las noches cuando un mal sueño o la  intranquilidad se apoderaban de mi buen dormir. Mientras rezaba, comenzaba mi limpia por  la cabeza y el cuello, bajaba al pecho y los brazos, posteriormente al dorso y cada una de las  piernas para pasar por las plantas de los pies desnudos y terminar la rama de la plantita  debajo de mi almohada. “Para que también se lleve el mal sueño, el mal aire”, decía mi mamá.  

Es una práctica que aprendió de mi abuela y bisabuela. Somos una familia católica, pero  conservamos algunas prácticas espirituales, por lo que todavía a mis 25 años de edad, tomo un pedazo de las rudas que cuido en mi hogar y me rameo el cuerpo y la cabeza al compás del rezo que aprendí de mi mamá y de mis antecesoras. 

Cuando tuve la fortuna de llegar a Santa María Tlahuitoltepec, zona ayuukj o mixe del  estado de Oaxaca, México, conocí a una poderosa niña llamada Xapää. Al contarle este  recuerdo de la limpia, un día que contemplaba la sierra mixe desde su hogar, ella me dijo  “mi mamá también lo hace conmigo, pero ella también le pone lavanda”. Quedé muy  sorprendida, no había conocido antes a otra persona que la limpiaran con ruda. 

Hace algunos años, desde que el feminismo decolonial tocó mi puerta y entré a la  universidad, comencé una búsqueda por reconocer mis raíces. El recorrido inició cuando  tuve la fortuna de conocer a mujeres de pueblos originarios, especialmente de la zona  mazateca, maya y zapoteca. Sin embargo, aquel encuentro con Xapää; nuestra pequeña  coincidencia entre una niña ayuujk y una chica citadina, además de darme una amiga, me  permitió reafirmar que no era tan ajena a este territorio. Mis abueles maternos y paternos  tienen raíces en el campo, con distintos tiempos de migración y diferentes tipos de pérdidas. 

Mi historia familiar tiene huellas. Por ejemplo, mi papá me cuenta de mi tatarabuela materna.  Una mujer de piel morena con la cara arrugadita y quebrada como las venas de una hoja seca,  quien hablaba una lengua originaria que nadie de mi familia paterna conoce. Su voz llena  de palabras incomprensibles, se escaparon entre sus dos largas trenzas que portó hasta  su muerte. A su vez, mi abuela materna me dice que su abuela, mujer que siempre portaba  un rebozo en la cabeza, hablaba una lengua que jamás entendió.  

Yo soy la cuarta o hasta la quinta generación que no aprendió aquellas lenguas. Poco a  poco, a través de las generaciones heredé un “privilegio citadino” que me permitió estudiar.  Exceptuando cada 15 de septiembre y 2 de noviembre, he conocido a personas en mi  familia y fuera de ella que niegan vínculos con el campo y con todo aquello que tenga,  aunque sea un pequeño rastro con lo identificado como indígena o afromexicano, aún cuando  en muchas ocasiones el rostro o la piel nos delate.  

Las activistas e investigadoras Aura Cumes y Ochy Curiel mencionan que cada pueblo tiene  una historia ancestral común y diversa, un germen en el que hay que asomarse para poder  reconocerse. No nací en el campo o en un pueblo en específico; pero las narraciones de mi  familia son diversas historias de diversos pueblos. Razones conectadas por la pobreza o el  desplazamiento, el perseguir el sueño de “ser más”, de que los retoños futuros no sufran. Para todes la ciudad era una joya que permitía conseguir lo impensable, o tal vez  incluso la única salida. 

Mi abuelo paterno nació en la afamada Ciudad de México, quienes migraron fueron sus  abuelos del estado de Querétaro. Sin embargo, desde el primer momento, conoció una  urbanidad dolorosamente pobre que convivía con establos, parcelas y un hambre tan atroz  que le empujaba a conseguir bicarbonato para atenuar el sabor de echado a perder de los  frijoles negros, su única fuente de alimento para él y sus hermanas.  

El mestizaje es el apellido de lo sucedido. No hablo de un mestizaje biológico-cultural, el  cual se presenta en todas las culturas y partes del mundo, sino lo que Ochy Curiel describe como una ideología que persigue lo europeo y que termina por ser una forma de coloniaje silenciosa y aspiracional. Mi abuelo materno decía que sus antepasades vinieron de un barco salido de Barcelona España, aunque no hay ningún documento que lo compruebe y  sólo una larga lista de familiares de piel achocolatada que dedicaron su vida al campo.  

Series, películas, música y publicidad han reforzado durante años que lo blanco y occidental  es lo deseable. No es raro presumir o inventar algún antepasado de corte europeo o blanco,  pero con facilidad negamos nuestro vínculo con algún pueblo originario u otra herencia  como podría ser la china. Además de cuestionar nuestro racismo, muchas de las personas  que habitamos la ciudad y zona metropolitana, a pesar de conservar en nuestra cotidianidad estas herencias, somos personas despojadas de tierra, historia, cultura, lenguas y conocimientos  que fueron oscurecidos por un entrecruce de violencias que nos cortó el cordón umbilical. 

Cada aparente privilegio que obtenemos, conlleva una pérdida, lo que significa en ocasiones que  lo obtenido es algo que falta en otros espacios, comunidades y familias. Significa el olvido  y la compra de estándares e ideales que nos orillan a blanquear nuestra piel con productos  “dermatológicamente comprobados” o remedios caseros, porque no somos de origen europeo, tal vez  tampoco de un pueblo originario; cada historia es diferente, pero todes pertenecemos a este vibrante territorio.  

Los pasados no volverán a pertenecernos por completo: dice Aura Cumes, pero cabe la  posibilidad de recuperar la memoria de nuestras familias y ver que grandes misterios tienen  forma de ser resueltos. Si confiamos en las preguntas, no aseguro que encontremos  respuestas siempre; pero tal vez podamos vislumbrar un camino que al andar nos sujete, nos permita reconocer un pasado que es el nuestro y tener otras posibilidades de imaginar, de sanar heridas e identificar la profunda diversidad de nuestro origen y de nuestro futuro.

Una reflexión de Mariana Chávez

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