A los siete años fue robada de su tribu y vendida a traficantes. Esclavizada hasta los 20 años. A los trece ya escribía poemas, fue esclavizada por la familia Wheatley, donde le enseñaron a leer y escribir inglés, y a saber del cristianismo. Estudió griego y latín. En 1773 al publicar su primer libro, Phillis Wheatley pudo comprar su libertad.
El escritor y periodista Eduardo Galeano la contó así, en su libro “El cazador de historias”.
“Fue llamada Phillips, porque así se llamaba el barco que la trajo, y Wheatley, que era el nombre del mercader que la compró. Había nacido en Senegal. En Boston, la pusieron en venta:
– ¡Tiene siete años! ¡Será una buena yegua!
Fue palpada, desnuda, por muchas manos. A los trece años, ya escribía poemas en una lengua que no era la suya. Nadie creía que ella fuera la autora. A los veinte años, Phillips fue interrogada por un tribunal de dieciocho ilustrados caballeros con toga y peluca. Tuvo que recitar textos de Virgilio y Milton y algunos pasajes de la Biblia, y también tuvo que jurar que los poemas que había escrito no eran plagiados.
Desde una silla, rindió su largo examen, hasta que el tribunal lo aceptó: era mujer, era negra, estaba esclavizada, pero era poeta”.
Philips llegó a ser la primera poeta afroamericana en los Estados Unidos, pero ¿Que perdió en ese camino a ratos animoso y desolador? Si aprendió a leer en otra tierra la biblia, si aprendió el inglés, y estudió el griego y el latín, lejos de su villorrio natal. Y sí, sobre ser traída del continente africano a América, escribió lo siguiente:
“Fue misericordia la que me trajo desde mi tierra pagana, la que le enseño a mi alma sumida en ignorancia a entender que existe un Dios, que existe un salvador también: yo antes redención no buscaba ni conocía. Algunos ven nuestra raza negra con los ojos del desdén, “Su color es un estampado diabólico”. Recuerden, cristianos, negros, negros como Caín, pueden ser acrisolados, y unirse al sequito angelical”.
Phillis tuvo que dar por perdidas muchas cosas, una de ellas, y desde el principio malvado luego de ser arrebatada de su tribu natal, fue su nombre y apellido, reemplazado por banalidades vacías, sin sentido y despreocupación; seguramente, antes de ese principio malvado, su nombre y su sangre la convertirían en una de las reinas negras de cualquiera de las tribus africanas, pero murió a sus 31 años en la indigencia llamándose Phillis Wheatley, por la goleta -The Phillis- que la llevó en su tierna niñez a tierra blanca y Wheatley, por el apellido del esclavista que la compró.
En esa misma familia (Wheatley), abandonó sus rasgos creenciales de africanía. Imagino que se olvidó de sus dioses, de los encuentros sagrados en la oscuridad, de las andanzas en las trochas verdes de ida a las chozas, de los cantos de la memoria de su tierra húmeda que dejó de “pertenecerle”, desde que se encontró perdida y lejana con la inocencia que le arropaba la piel tierna, y que la hicieron llorar y tiritar, por el frío, por la soledad, por la angustia, que desde entonces, era terreno inmaduro para ella.
Iba perdiéndose la niña palpada, desnuda y vendida, entre los nuevos sabores que llegaban a su boca y que se enfrentaban en su lengua orgánica siempre humedecida. No debió encontrarse nunca, le tocó adaptarse al final, y aprendió, y tuvo la fortuna triste, de saber escribir y hablar el inglés, de estudiar el griego y el latín, de leer como una persona blanca, sin verse sometida a castigos – si es que ese ya no era un castigo – pero al tiempo, cuando se entregaba a cada letra, cuando conjugaba cada verbo, cuando sabía del I, you, the, she, hi, it, we, they, se desvanecía, su habla moría, y toda ella, con su cultura, con su sol ancestral entraron en decadencia, hasta vagar como espíritus que desconocían el regreso a su mundo montañoso.
Llegó a vestirse, y a tomar la pluma sin dudoserías. Ni siquiera, su pulso negro llegó a temblarle y a chorrearle la tinta sobre el papel, sus nuevas palabras pronunciadas no la traicionaron ni en los momentos más angustiados de la juventud que la alcanzó viva. Recitó con su voz, en una lengua ajena, ahora familiar, los textos de Virgilio y Milton, junto con pasajes de la biblia, y antes, aprendió a jurar; juró que sus poemas no eran plagiados, que salían de su alma negra desde niña perdida. Y los dieciocho ilustrados caballeros, de piel blanca, con toga y peluca dirigidos por demonios blancos, “dueños” de su encierro y represión, que creían que una mujer negra no podía escribir así, resolvieron devolverle su libertad, que le robaron a los siete años con furor, sin conciencia.
De su historia, además de tristeza y de entender el por qué, me queda un sabor, me quedan preguntas que quizás nunca serán respondidas, ¿Cuál era su nombre real? Que al nacer recibió con inocencia, invadida por el llanto común de les niñes cuando abren sus pulmones. A veces, y cuando escribo este pedazo de texto, algo en mi mente se agarra de la imaginación, y es un deseo lento, de imaginar los rostros negros de sus parentales en el espabilar de mis ojos, ver las manos de su madre, ¿Tenía hermanes? Y pensar, sí cuando sonreía, su sonrisa como un milagro, por casualidad, se encontraba con la sonrisa de su padre en la otra orilla, y si cuando lloraba, su madre también lo hacía. De Phillis Wheatley me quedan las palabras, con la que se llamaba así misma “Venturosa africana en su gran empeño”.
Una reflexión de Betty Zambrano Zabaleta