Cuando se ha instalado como nunca una reflexión sobre el sujeto y los cuerpos del feminismo me pregunto quiénes han ocupado el lugar material de esta reflexión postergada y por qué la preocupación se ha limitado al cuerpo sexuado y generizado sin poder articularla a una pregunta por la manera en que las políticas de racialización y empobrecimiento estarían también definiendo los cuerpos que importan en una región como Latinoamérica.
(Espinoza 2009: 40)
Yuderkis Espinoza nos brinda herramientas para reflexionar, discutir y actuar desde las subjetividades y experiencias de mujeres racializadas en América Latina, no solo de manera limitada al “cuerpo sexuado y generizado”, sino con la perspectiva de cuestionamiento a los regímenes que sostienen y dan continuidad a las desigualdades y opresiones sobre las mujeres racializadas en esta región del mundo.
Aquí comparto un acercamiento a mis experiencias y mi descubrimiento o devenir como mujer negra en Colombia, un país que ha sido construido bajo el mestizaje y la pigmentocracia1, implicando particulares formas de “descubrirse” negro o negra no exentas de violencias físicas y simbólicas que encubren un racismo estructural.
Mi tono de piel no está entre los más oscuros y, en un sistema pigmentocrático, la piel oscura es una barrera para acceder a la educación y otras esferas como medio de movilidad social, lo cual da un lugar particular a mis vivencias como mujer negra, con acceso a educación universitaria, cercana a círculos y dinámicas blanco-mestizas.
Múltiples opresiones se entrecruzan en esta experiencia de vida, y en algunos momentos se constituyen como privilegios frente a experiencias de otras mujeres negras. Las memorias que aquí se relatan son muestra de la diversidad y la complejidad con la que las mujeres negras en Colombia experimentamos la racialización.
¿Nacer negra en un mundo blanco?
Victoria Santa Cruz inicia diciendo en su famoso poema: Tenía siete años apenas, apenas siete años, ¡Qué siete años! ¡No llegaba a cinco siquiera! De pronto unas voces en la calle me gritaron ¡Negra! Unas líneas después, continúa: Y me sentí negra ¡Negra! Como ellos decían ¡Negra! Quizás, a mí no me hayan gritado negra. A decir verdad, no lo puedo recordar con certeza. Pero tal vez, me sentí negra mucho antes de tener cinco años.
Si hago un esfuerzo por recordar mis primeros años de vida, no quisiera pensar que los llamados de mi madre refiriéndose a mí como “mi negra” o de mi padre cambiando mi nombre por “mi morenaza”, tuviesen el mismo significado que Victoria Santa Cruz expresa cuando aquellas voces en la calle le gritaron negra. Esos son los recuerdos más antiguos que podría mencionar y, ciertamente, resultan menos violentos que aquel poético relato.
Nací en un hogar con un padre que se reconoce como negro y una madre de ascendencia paisa2 mestiza. Con este hogar y en una prolongación del sentido común, podría decir que siempre me sentí negra y que eso no representó un problema para mí. Pero a pesar de que
la referencia a lo negro está en mis recuerdos familiares más tempranos, lo cierto es que esto no ha tenido un lugar relevante en términos de nuestra identificación y más bien ha sido algo a lo que se le intenta restar importancia para que pase desapercibido. Probablemente, como forma consciente o inconsciente de minimizar los actos discriminatorios a los que estamos expuestos en un entorno citadino de clase media blanco mestizo.
Cuando pienso en contar mi experiencia de ser-descubrirme negra, llegan a mí una serie de tensiones: en primer lugar, la tensión entre un padre que se asume negro y defiende luchas afrocolombianas (aunque da prioridad a las luchas de clase), y una madre que aparentemente no le otorga ninguna relevancia a tal asunto; un padre “ausente” que deja claro que él y sus hijos somos negros, pero se limita a esa contundente afirmación, y una madre que llama a sus hijos “mis negros”, transitando entre un tímido orgullo de “lo negro” y cierta desidia y ocultamiento de los rasgos negros que podrían ser motivo de discriminación; en segundo lugar, la tensión entre un hogar en el cual aparentemente la raza no tiene un lugar relevante y habitar la ciudad capital y otros lugares marcadamente racistas; finalmente, una tensión representada en la ambivalencia de mis rasgos físicos y de mis costumbres, difíciles de encasillar con exactitud en los estereotipos de la “negritud”, la “blanquitud”, o el “mestizaje”, que de alguna manera me llevan a hablar de posiciones subalternas, cruzadas simultáneamente con privilegios intermedios en una estructura de “pigmentocracia”.
“Parece de esas negritas”
Recientemente, en Colombia y en otros países latinoamericanos, el cabello rizado ha tomado cierto protagonismo en algunos colectivos y otras iniciativas que reivindican estéticas afrodescendientes, en ciertos casos ligados con posturas antirracistas y con las propuestas estéticas promovidas dentro del movimiento negro estadounidense por la defensa de los derechos civiles durante los años sesenta y la consigna black is beautiful. Esto ha sido también importante en los procesos de racialización que he experimentado.
Solo hasta hace un par de años logré sentirme cómoda con mi cabello, su cuidado y las formas en las que puedo peinarlo. Antes de esto, mi cabello era visto como un problema, no solo para mí, sino especialmente para mi madre, quien también tiene cabello crespo, aunque sus ondas son más sueltas y es menos abundante que el mío. En mi infancia y adolescencia solo me era permitido soltar mi cabello si se utilizaban técnicas que dejaran los rizos sin mayor volumen y con una apariencia “ordenada”. Por estas y otras razones, yo no conocí el aspecto de mi cabello suelto, sino hasta una edad adulta. Y es que tampoco era mi deseo soltarlo, pues las pocas veces que lo intentaba sentía que no se veía bien. Mi mamá se encargaba de recordarlo y resaltarlo con comentarios acerca de cómo mi cabello se desordenaba, se despeinaba, o lo difícil que era de manejar.
Siempre fue una molestia el volumen de mi pelo y mi madre aun hoy suele reprocharme cuando mi cabello se esponja más de lo común: “parece de esas negritas”, me decía en la infancia cada vez que hacíamos un intento fallido por soltar mi cabello. Si bien para mi mamá soy “su negra”, no soy de “esas negritas”; las “negritas feas”, las “negritas oscuras”, “las negritas bien negritas”. Soy una negra “bella” que puede mejorar su apariencia si neutraliza esos rasgos que están más asociados a lo negro: si aliso o reduzco el volumen
de mi cabello, si moldeo mi nariz para respingarla un poco, si me maquillo, si uso tacones y visto “elegante”, si manejo mi cuerpo con “pudor” y no exhibo “más de lo debido”, si hablo de manera “correcta”. Toda una estética y concepción del cuerpo que ha sido punto de fuertes discusiones entre nosotras y que tiene como referencia la belleza de la élite blanca.
“Juntos, racismo y sexismo les recalcan diariamente a todas las mujeres negras por la vía de los medios, la publicidad, etc. que no seremos consideradas hermosas o deseables si no nos cambiamos a nosotras mismas, especialmente nuestro cabello”.
(Hooks, 2005: 73)
Para ese momento, no entendía que también se me estaba exigiendo ser o parecer blanca, se me exigía minimizar los rasgos de ese cuerpo racializado, “cuerpo vergonzante, cuerpo feo, cuerpo salvaje, cuerpo incivilizado, cuerpo que se esconde” (Gil 2010: 73).
Como no cumplía con los estándares que incluso mi madre veía necesarios para ser mujer, surgieron dudas en mi adolescencia sobre si en efecto podía ser una mujer, aun cuando no cumplía con gran parte de lo que se exigía de mí. Años más tarde, el feminismo negro me ayudaría a asumirme como mujer y el famoso discurso de Sojourner Truth incentivaría una reflexión sobre las diversas y desiguales formas de ser mujer.
Una vez inicié la etapa universitaria, a pesar de que venía haciendo ciertas reflexiones sobre el cabello y búsquedas estéticas que me hicieran sentir mejor, lo cierto es que también requerían invertir dinero con el que no contaba, especialmente para comprar productos capilares.
En medio de esas búsquedas, algunas chicas me indicaron que simplemente se habían soltado el cabello y que al principio no se sentían tan bien, pero con el tiempo lograron sentirse a gusto. Pese a que había escuchado eso varias veces, mi miedo y mi inseguridad me hacían preferir seguir usando el cabello recogido.
Incluso usé keratina para alisarlo, pero tampoco me hizo sentir mejor. Con la convicción de que para mí lo estético no tenía un lugar primordial y que debía preocuparme por otras cuestiones, minimicé el asunto, y continué recogiendo mi cabello con trenzas.
La razón que llevó a soltar mi cabello fue una razón práctica, casi estuve obligada a hacerlo. Tuve un accidente y mi mano se fracturó, el procedimiento para recuperarme tomó bastante tiempo, varios meses.
En esas condiciones, no podía trenzarme el cabello y tampoco desenredarlo bien con una peineta, ni siquiera se me facilitaba recogerlo con una moña. No fue un cambio menor y a pesar de algunos comentarios favorables, yo no sentía que mi cabello se viera bien así. Sin embargo, decidí aprovechar esa situación para aprender a usar mi cabello suelto y sentirme mejor con él.
Al cabo de unos meses, por fin, mi pelo había dejado de ser un problema. Los comentarios acerca de mi cabello persisten, incluso desconocidos se acercan a hacer preguntas y las discusiones con mi mamá continúan; cuando ella considera que mi cabello está más esponjado de lo que ahora tolera, repite aquello que decía años atrás:
– “Parece de esas negritas”
+ Pues soy negra, mami. Es mi cabello.
– Sí, pero no así…
“¿Acaso no soy negra?”3
A pesar de la situación económica de mi familia, que nunca fue suficientemente boyante para cubrir con normalidad la educación en un colegio privado, mis padres y especialmente mi mamá, impulsaron siempre que estudiara en un colegio de este perfil.
Sus razones principalmente eran dos: una, brindarme la posibilidad de estudiar en una institución con la mejor “calidad” de educación dentro de sus capacidades, aunque esto significara grandes esfuerzos y retrasos en las mensualidades a pagar; y dos, evitar contextos en los que pudiera sufrir algún tipo de violencia ya fuera por ser mujer o por mis rasgos físicos, y al mismo tiempo evadir las “malas compañías” que pudiera encontrarme, ya que ambas situaciones sucedieron previamente con mi hermano mayor. Sin que lo percibiera, desde mi infancia, el racismo traspasaba las preocupaciones familiares.
Fue solo cuando escuché a mi padre relatar algunas memorias sobre su experiencia en la universidad, como estudiante y como docente, que pude hacer conciencia de algunas similitudes con mi propia experiencia de racialización, especialmente en relación con la constante exigencia de estar entre los mejores, pues para las personas como nosotros no basta con ser bueno en lo que se hace, más aún en un ámbito universitario.
No se trata de un espíritu competitivo, sino de las amplias limitaciones y los fuertes juzgamientos que socialmente recaen sobre las personas racializadas, de manera particular hacia las mujeres, de quiénes no se tiene mayor expectativa en sus capacidades intelectuales. Sin que se me comunicara directamente, tal vez en el decidido intento consciente o inconsciente de evitar los actos discriminatorios, mi familia me preparó para las exigencias sociales que debía enfrentar como persona racializada y encontró en la educación una alternativa de movilidad social que a su manera de ver mitigaría tales discriminaciones.
En la universidad conocí diversas organizaciones estudiantiles que se articulaban con movimientos más amplios, con luchas políticas desde la clase, también colectivos estudiantiles enunciados desde el feminismo y me encontré un colectivo étnico estudiantil que promovía discusiones sobre la afrodescendencia y también sobre el racismo en la educación.
Varios aspectos de sus propuestas me llamaban la atención, pero tampoco me sentí identificada del todo por sus luchas y de alguna manera me sentía excluida de un proceso como ese, puesto que estaba construido desde un lugar de la afrodescendencia marcada por la migración, por lo rural y por unas prácticas ligadas al Pacífico colombiano, de donde provienen la mayoría de integrantes; contextos alejados de mi experiencia personal.
Una vez más, mi lugar ambivalente me ubicaba en situaciones que no lograba comprender del todo. Algunas chicas del colectivo hacían reclamos a las personas de piel más clara por el hecho de que nunca sentirían la discriminación de manera tan fuerte y violenta como aquellas de piel más oscura. Aunque en un primer momento me sentí molesta por ese tipo de planteamientos, es cierto que me han permitido reflexionar acerca de las diferentes maneras de experimentar la racialización y del diferente peso que toman las formas de discriminación sobre nuestros cuerpos, algunas más violentas que otras. Yo encontraba entonces en una posición de privilegio con respecto a personas cuya piel es más oscura que la mía. Además, no compartía las prácticas de esa comunidad que habían construido al interior de la universidad como afrodescendientes, principalmente a partir de costumbres de distintas zonas del Pacífico colombiano. Tales cuestionamientos fueron importantes para pensarme como mujer negra en la diversidad de experiencias de los sujetos racializados en Colombia.
Ahora puedo resaltar que ese tipo de discusiones deben darse entre quienes hemos sido racializados y racializadas, no para dividir, sino para comprender de mejor manera entre todas la importancia de una postura antirracista, pero también la multiplicidad de experiencias de racialización y la diversidad cultural de quienes se asumen como negros y afrodescendientes, de lo contrario estaremos esencializando el ser negro de manera similar a lo que el mismo racismo produce. Fue primordial para mí, comprender que “hemos estado poco interesados en entender “nuestro racismo”: cordial, sinuoso, cotidiano… y no por eso menos violento, y no por eso menos relacionado con desigualdades sociales” (Gil 2010: 10).
Anteriormente, relacionaba el racismo con hechos concretos de violencia y no podía ver “nuestro racismo”, tan fundamental para comprender nuestra sociedad, nuestras desigualdades y nuestras propias experiencias.
Como efecto de una producción de la diferencia en el marco del racismo como estructura, resultan también problemáticas la historia y la memoria construidas desde las jerarquías de la raza, con punto de enunciación blanco, que han generado una negación de la historia de la gente negra, no solo como pueblo, sino que a nivel personal me ha resultado imposible rastrear en algún nivel esa línea de afrodescendencia que algunos pueden defender, ya que en mi familia no hay memoria de aquello. La posibilidad de reconstruir el pasado familiar que algunos tienen, se rompe en gran medida con el mestizaje, que fue la forma en que Colombia se construyó como nación. La historia, entonces, también está dada desde un lugar de enunciación blanco, que excluye y limita la posibilidad de reconstruir otras historias.
Con todo lo planteado sobre mi experiencia de descubrirme negra, pienso que no habría mejor forma de finalizar esta reflexión que retomando las palabras de Mara Viveros:
‘’para mí negra, más que un color de piel, es una posición política. Como hija de un padre negro y de una mujer blanca mestiza, soy una de tantas mujeres mestizas latinoamericanas. Pero cuando digo “soy negra” es porque quiero reivindicar políticamente esa herencia abyecta, y no decir simplemente que soy mestiza. Lo más preciso en mi caso sería decir que he devenido negra, porque no se nace negra, se deviene negra, como parte de un proyecto político.’’4
Un tecto de Vanessa Useche
Referencias
- Espinoza, Yuderkis. 2009. Etnocentrismo y colonialidad en los feminismoslatinoamericanos: complicidades y consolidación de las hegemonías feministas en el espacio transnacional. Revista venezolana de estudios de la mujer. Pp. 37-54
- Gil, Franklin. 2010. Vivir en un mundo de ‘blancos’. Experiencias, reflexiones y representaciones de ‘raza’ y clase de personas negras de sectores medios de Bogotá D.C.
- Hooks, Bell. 2005. Alisando nuestro pelo. La Gaceta de Cuba. No.1. Pp. 70-73
- Telles, Edward y Regina Martínez Casas (Eds.). 2019. Pigmentocracias. Color, etnicidad y raza en América Latina. Ciudad de México: Fondo de Cultura Economica.