Existe una disputa histórica sobre la autoridad intelectual del tan controvertido e inagotable concepto América Latina. Abundan discusiones extenuantes sobre las connotaciones, orígenes y evoluciones de América Latina como definición, unidad cultural y espacio geográfico. No obstante, de esta amplia producción intelectual se esgrime un aspecto significativo: el sesgo patriarcal y etnocéntrico que desplaza tajantemente el aporte de postulados políticos y filosóficos de pensadoras.
No existía un nombre que aglutinara toda la complejidad geocultural de esta región compuesta por tantas fronteras simbólicas y terrestres. América Latina es y será una polisemia. Sin embargo, cuando después de los viajes de Colón, Europa sumó este pedazo de mundo a su acotada cartografía, comenzaron a aparecer muchas formas de nombrar estas tierras, el Nuevo Mundo- como lo bautizó el relato colonial- parecía acomodarse en cualquier taxonomía que se le asignara.
Tras los primeros viajes de Cristóbal Colón, en los jardines de la Corona Española floreció un vigoroso deseo de poseer las maravillas que, según contaban los cronistas, se vislumbraban al otro extremo del Atlántico.
Las indias fue el primer nombre colonial otorgado por el saqueador de América, Cristóbal Colón. Y aunque las costas orientales de Cuba recibieron a los almirantes Rodrigo de Xerez y Luis de Torres en noviembre 1492 [1], fue una latitud excluida de Las Indias por la ignorancia de Cristóbal Colón. No fue sino hasta 1508 cuando se supo que era una isla, es decir, un territorio aparte que despertó las dudas sobre si formaba parte de Las Indias o si se trataba de un continente.
Los Kuna, pueblo originario que hasta el día de hoy divide su asentamiento entre el noroeste panameño y la región de Urabá en Colombia, dominaban un sistema de escritura ideográfica que plasmaban en papel vegetal o tablillas.
Según ellos, lo que hoy conocemos como América Latina tenía distintas nominaciones dependiendo del periodo histórico. La Tierra en florecimiento, Tierra Madura, Tierra Viva; Abya Yala fue una distopía que contrastó con la llegada de las expediciones españolas.
Le antecedieron otros tiempos, Kualagum Yala, Tagargun Yala y Tinya Yala. Siglos después, la única continuidad en el destino de los Kuna fue el despojo, que envió parte de su patrimonio escrito a los museos de Europa y, en medio de controles territoriales por grupos armados, desplazó a centenares de kuna de la selva húmeda colombiana entre el 2003 y 2004 [2].
Nuestra América [3] fue un vocablo sugerido por José Martí, quien a través de una extensa disertación intenta incorporar aspectos cercenados por la narrativa colonial. Entre ellos destaca la cuestión racial y la propuesta de un principio de solidaridad histórica, abordajes que unen toda la cartografía latinoamericana.
Este texto no es en absoluto un recorrido erudito sobre las nominaciones de América Latina, sin embargo, elegí comenzar así, porque no encontré mejor ejemplo para ilustrar una especie de bautismos contrastantes, donde distintos sucesos y personajes adjudicaron un nombre a la región de insondables fronteras.
Lo que viene a continuación es una historia, de la cual no pretendo cuantificar su relevancia, sino simplemente abrir una puerta y esperar a que quien me lee, comparta conmigo, se entusiasme y ojalá llegue hasta el punto final de esta columna con unos gramos de curiosidad, apenas la suficiente para comprobar la veracidad sobre algún detalle leído por aquí. Voy a hablar de Lélia González. De aquí en adelante, nada que no sea intentar acercar una parte su vida y obra a quien me lee, es más importante.
La negritud es la conciencia del antirracismo
Se dice que la primera crisis urbana de Belo Horizonte ocurrió en 1930. Cuando en los cinturones limítrofes del norte y el oeste se formaron pequeños pueblos, y a la par, la zona conurbada también contribuía al revestimiento de la mancha poblacional de la capital de Mina Gerais, Brasil. Eran las primeras décadas del siglo XX y la promesa de modernidad debía materializarse a toda costa.
Habían pasado treinta y cinco años desde que el Decreto no. 53 esbozara una ciudad imaginada sobre el aplomo de la blanquitud: limpia, ordenada, bella, confortable y…dividida. El trinomio orden, higiene y progreso resumía el albor de una política segregacionista que anunciaba el desplazamiento de las clases trabajadoras y pobres.
Según el ingeniero Aarão Reis, para lograr que Belo Horizonte se consolidara como la cuna de la modernidad brasileña, era necesario segmentarla. El espacio fue concebido en tres divisiones territoriales que, según las proyecciones del arquitecto, optimizarían el funcionamiento de la ansiada metrópoli: urbana, suburbana y rural.
Los estilos arquitectónicos de la zona urbana mutaron más de una vez. Del mote afrancesado, cubismo, futurismo hasta el Art Déco con que el que fue inaugurado el Cine Teatro de Brasil en la zona urbana en1932. La década de 1930 arribaba a Belo Horizonte como una enredadera donde se urdía el desbordamiento demográfico, la estética urbana, y redadas que perseguían a los simpatizantes del comunismo.
Y es que en 1934 [4] algunos trabajadores fueron detenidos y acusados de “difundir ideas sediciosas” de corte comunista. A 692 kilómetros, en São Paulo, los años treinta trajeron consigo la lucha de la Frente Negra Brasileña (FNB) conformada, en su mayoría, por mujeres negras que luchaban por la inclusión positiva.
Resumir la historia de una mujer negra es un gran reto, más porque no soy partidaria de referir la vida de otras con el rigor que abre distancias y convierte las historias de vida en biografías simplonas. Tejer esta ofrenda de letras no fue una tarea sencilla. Pasé muchas noches alterando el orden de los párrafos, moviendo ideas y colocando palabras como quien vierte elementos químicos en tubos de ensayo para observar las reacciones.
Para contar la historia de Lélia González tuve que revisar mapas de Belo Horizonte, leer monografías completas sobre Mina Gerais y ver fotografías del Brasil de 1930, todas estas decisiones creativas fueron voluntarias y pensadas como un plan de reencuentro en una espiral de pensamiento, porque su vida no puede simplemente sacarse de un contexto y ser contada con el tono frío de la solemnidad. Hasta aquí, lo que antecede el nombre de Lélia, es un esfuerzo por dibujar un escenario para saber cómo y donde buscarla en los pasajes de la historia brasileña y latinoamericana.
El siglo XX brasileño aterrizó con la feroz ambición de cambiarlo todo, pero mientras se construían portentosos inmuebles con acabados que verificaban la adopción de vanguardias europeas, la población indígena y afrodescendiente atestiguaba el levantamiento de murallas simbólicas que los excluían de ocupar aquellos espacios. La abolición de la esclavitud era una fecha para conmemorar, un corolario del nacionalismo moderno. En lo tangible, le debía todo a quienes seguía excluyendo y explotando bajo nuevas lógicas económicas.
En el Belo Horizonte de 1935, cuando ya existía un cine y las ideas de equidad laboral eran tildadas de comunistas y, por consiguiente, perseguidas, nació Lélia González, siendo la doceava hija de una familia de 13 miembros conformada por un obrero negro y una mujer indígena. Ingresó a la universidad del Estado de Guanabará en la década de los años 50- periodo en que fue creado el Consejo Nacional de Mujeres Negras- y se formó como historiadora, geógrafa y filósofa.
Aunque durante la primera etapa de este Consejo, muchas demandas no fueron atendidas, sirvió como catalizador para visibilizar la lucha por los derechos laborales de las trabajadoras del hogar, quienes, en su mayoría, eran mujeres negras.
Durante la toma del Teatro Municipal de São Paulo participó como militante del Movimiento Negro Unificado (MNU), del cual fue fundadora. El Instituto de Investigación de la Culturas Negras, IPCN acogió sus primeras investigaciones, tal vez sin dimensionar que, décadas adelante, sus trabajos serían pioneros en el campo de los Estudios Culturales.
Su militancia siempre se caracterizó por un trabajo territorial que le permitió aliarse con otras mujeres negras para, en 1983, crear Nzinga- Colectivo de Mujeres Negras. Pero, sin titubeo alguno, uno de los éxitos más trascendentales en su carrera como activista se presentó en 1979, cuando representó por primera vez al movimiento negro en distintas convenciones en el extranjero. La primera mujer afrobrasileña en llegar a las cumbres donde se discutían los principios de igualdad concebidos desde el Derecho hegemónico.
Luego, en 1982, fue candidata a diputada federal por el Partido de los Trabajadores (PT). Aunque no ganó esta candidatura (ni la de 1986 con el Partido Democrático Laborista), obtuvo los votos suficientes para convertirse en la primera mujer suplente del PT. Antes de su última candidatura, en 1985, fue integrante las cuadrillas seminales del Consejo Nacional para los Derechos de la Mujer (CNDM).
Dadas las denuncias sistémicas contra el racismo estructural que se perpetuaba no solo mediante los órganos institucionales, sino también en los espacios escolares, estuvo en la mira del Departamento de Orden Político y Social (DOPS), responsable de las torturas ejercidas contra los disidentes de la dictadura militar brasileña.
Lélia siempre se caracterizó por mantener una crítica frontal hacia el Estado, tuvo un cuestionamiento tenaz en torno a la democracia racial que, insistía, se trataba más de un mito creado desde la blanquitud que de un proyecto político unificador.
Fue una intelectual negra en el sentido más amplio de la palabra. Tuvo un trabajo de base, siempre estuvo compaginado con arduas reflexiones sobre la dimensión cultural de Brasil. Construyó una teoría antirracista desde una perspectiva psicoanalítica y sociológica con un enfoque de género para hablar sobre la importancia del Candomblé en la sociedad brasileña.
El psicoanálisis influyó tanto en ella que, en 1975, fue partícipe en la inauguración de la Escuela Freudiana de Río de Janeiro. Hizo una gran aportación en el ámbito artístico al fundar el primer curso institucional sobre Cultura Negra en el Parque Large, Río de Janeiro, 1976, cuyo propósito se centró en generar espacios de encuentro, diálogo y formación para discutir la realidad brasileña desde una perspectiva crítica y afrocentrada.
Era el Brasil del siglo XX, y la sombra de la esclavitud erosionaba la posibilidad de una vida digna. La vida de Lélia González estuvo condicionada por una adversidad latente al provenir de una familia numerosa y ser hija de dos identidades históricamente lastimadas por la construcción del Estado Nación; Acácio Joaquim de Almeida, su padre, nació amparado por la Ley de los Vientres Libres de 1891, mientras que su madre, Urcinda tenía ascendencia indígena, y el matrimonio con Joaquim de Almeida la había salvado de ser entregada a un italiano, de aquellos que habían llegado al país en los contingentes de repoblamiento y blanqueamiento.
¿Qué hizo Lélia por las mujeres negras? Desbaratar la fatalidad otorgada por el racismo. Tomar la palabra, escribir, pensar; inclinarse por la vida en un siglo que adulaba el linaje como un derecho a la vida.
Amefricanidad: una teoría del todo
Eso que algunos llaman identidad latinoamericana siempre ha estado y estará en encrucijada. Primero, porque, ciertamente, instaurar un principio de universalidad sobre territorios geográficos tan diversos es un acto de crueldad. Segundo, porque a pesar de los paralelismos que pueden compartirse entre dos o más países, no existe una sola forma de revelar todos los silencios donde se resguardan peculiaridades de la historia regional. Y, en tercer lugar, porque pregonar una identidad latinoamericana es darle continuidad y sentido al colonialismo.
Yo desconfío de quienes aún buscan ese principio de universalidad como una pieza de oro codiciado. Desconfío porque esas construcciones conceptuales son tremendamente excluyentes y patriarcales. He salido del escondite.
Escribí esa palabra que choca tanto y que incluso, desea no leerse más: patriarcal. Si la duda o el repele ya han encarado estas líneas, bastaría contraponer las veces que escuchamos el nombre de José Martí vs el de Lélia González. No porque uno sea más importante que otro, sino porque ambos autores tienen una gran lucidez filosófica que les permite enlazar potentes teorías antirracistas.
La imaginación política de Lélia trascendió las acciones de enunciación y reapropiación en espacios hostiles con el género y la racialidad. Améfrica Ladina fue su apuesta para comprender un tiempo y espacio enmarcado en las aspiraciones de la blanquitud.
En sus palabras, Améfrica Ladina era la forma en que Brasil podía nombrarse con todas las letras que, según las reflexiones de Lélia, conllevaba el reconocimiento de todo lo ocultado por la democracia racial. La amefricanidad como un enclave entre lo afrodescendiente y lo indígena, como un proceso de revelado que exponía el racismo de la latinidad que dejaba fuera del ruedo las complejidades de Brasil, el caribe y circuncaribe no hispanoparlante. La amefricanidad como una teoría del big bang etnocultural fue pensada por alguien que portaba ambas cargas históricas de la diversidad y exclusión. No es ninguna nimiedad.
Nombrar y descubrir
”Escribí para sobrevivir en un mundo que dice que los negros somos un pueblo sin escritura”
Johan Mijail
Las puertas del pensamiento situado han sido abiertas por mujeres que han hecho de la labor intelectual un ejercicio de habitabilidad constante, acuerpando desigualdades, genealogías fragmentadas y porvenires áridos.
Desde luego no estoy haciendo una generalización universal, no hablo desde el #todaslasmujeres, abro paréntesis de las mujeres racializadas y negras, pues sus apuestas políticas constituyen una reinterpretación de la realidad alumbrada desde la vivencia cargada de contradicciones y siempre sujeta a la invalidez punitiva. Un escenario poco tolerante.
La idea del descubrimiento ha sido la joya del colonialismo. Parece increíble analizar como dicho verbo fue capaz de parir todo un sistema de exclusión, segregación y jerarquía racial. En Améfrica Ladina, descubrir ha sido sinónimo de catástrofe.
En cambio, nombrar implica un proceso de reconocimiento multidimensional. Nombramos lo que sentimos, lo que palpamos y queremos comunicar. El descubrimiento es asombro; nombrar es un acto de justicia, porque el silencio y ambigüedad se corroen. Otorgar un nombre es darle sentido al mundo.
Las mujeres negras han dotado de lucidez y racionalidad a la violencia indescifrable que se prende sobre sus cuerpos. Han hablado sobre los principios de colectividad con términos que están al alcance de la vida cotidiana. Nombrar es restituir presencias. Améfrica Ladina es pues, un guiño para entender que no existen matrices indígenas, afrodescendientes ni mestizas sin ancestralidad. Dicho de otro modo, la latinidad no puede existir sin antes reconocer las huellas de la desposesión.
La vida de Lélia se extinguió un 10 de junio de 1994. Su legado permanece casi intacto. No es fortuito. El feminismo hegemónico está más ocupado en triplicar las traducciones del siglo XIX europeo, que en traducir las obras de mujeres racializadas. Eso es racismo epistémico y se le combate humanizando las historias que se pierden en la marea de la cultura escrita.
Esta fue la historia de Lélia González y para armarla todo cuanto hizo y dijo fue importante.
Un texto de Ana Hurtado
[1]: Cfr. Bosch, Juan, De Cristóbal Colón a Fidel Castro. El Caribe frontera imperial, Fundación Juan Bosch, México, 2009.
[2]: Hernández, Marcela, «Kuna. Lenguas indígenas de Colombia», Instituto Caro y Cuervo, Colombia. [Disponible en: https://lenguasdecolombia.caroycuervo.gov.co/contenido/Lenguas-indigenas/Ficha-de-lengua/contenido/50&]
[3]: Martí, José, Nuestra América, Ayacucho, Venezuela, 2005.
[4]: Juno, Carla, «Radicalización y enfrentamiento: la apropiación militante de la forma corporativa. Las huelgas en Mina Gerais después de 1930», Scielo, Brasil. [Disponible en: https://doi.org/10.5533/TEM-1980-542X-2014203610]