El genocidio en Palestina no es solo la aniquilación física de un pueblo, es también la construcción constante de un relato que equipara al colonizador y al colonizado, al opresor y al oprimido, como si existiera algún punto medio entre quien ocupa y quien es despojado, entre quien asesina y quien resiste para sobrevivir. Esta falsa simetría no es nueva, pero se reinventa constantemente para adaptarse a los lenguajes de la cultura pop, del cine, de los premios internacionales y de la opinión pública occidental.
Lo vimos en la reciente gala de los Oscar, donde el documental premiado, « No other land », ejemplifica a la perfección cómo el sufrimiento palestino solo es digno de reconocimiento cuando viene de la mano de una voz israelí. Como señalaba el periodista Hamza en un artículo imprescindible, ¿Habría sido siquiera nominado –y mucho menos premiado– si Yuval Abraham, el director israelí, no estuviera vinculado al proyecto? Parece que, para ser escuchadas, las voces palestinas necesitan el aval de un acompañante blanco, israelí y sionista. Solo entonces, su dolor se vuelve legible, consumible, vendible.
Esta co-producción no es un gesto de igualdad ni de reconciliación real. Es una puesta en escena donde la resistencia palestina queda reducida a un relato humanitario despolitizado, donde el genocidio es convertido en «conflicto» y donde la ocupación militar es presentada como un malentendido entre dos pueblos iguales, que solo necesitan tender puentes y abrazarse. Pero como bien señala la activista palestina @salma.shawa_, esta narrativa fetichizada de la paz no es más que un sueño colonial que exige a las personas palestinas olvidar, perdonar y abrazar a quienes las despojan. Suena bonito, claro, pero solo desde la comodidad de quienes no llevan el peso de la masacre sobre sus cuerpos y sus tierras.
El colonizador y el colonizado nunca estarán en igualdad de condiciones. El colono, por definición, no puede equipararse en dolor, en sufrimiento, en experiencia. Quien invade, bombardea y deshumaniza no puede reclamar el mismo espacio moral que quien es asesinado, desplazado y convertido en refugiado en su propia tierra. Esta es la trampa del discurso occidental sobre Palestina: invisibilizar la relación colonial y convertir la violencia sistemática en un problema de «ambos lados». Un espejismo que exime al poder de toda responsabilidad.
Mohammed El-Kurd, en su libro Perfect Victims, profundiza sobre esta perversión de la co-producción entre colonizador y colonizado. «Nadie –ni el productor del festival, ni el columnista que escribe la reseña– parece preocuparse por el contenido de la película, si es buena o basura», escribe El-Kurd. «Lo que importa es que fue co-dirigida, un formato que satisface una pulsión libidinal en la audiencia. Espían una conversación prohibida, una reconciliación excitante entre el verdugo y la víctima». Esa reconciliación simulada, encuadrada en la estética del trauma compartido, no busca justicia, busca entretenimiento. Es el sufrimiento palestino convertido en producto de consumo cultural.
El documental premiado fetichiza ese sufrimiento. Lo reduce a una postal lacrimógena de reconciliación vacía. Nos dice que lo importante es «encontrarnos» y «abrazarnos», que la paz es posible si ambos lados ceden. Pero no hay paz sin justicia. No hay paz sin descolonización. No hay paz mientras se siga normalizando un genocidio bajo el disfraz de la buena voluntad. Y no hay simetría posible entre el opresor y el oprimido.
Mientras el cine, los premios y el periodismo occidental insistan en este falso relato de equidistancia, seguirán siendo cómplices de la colonización. Porque la justicia no nace de olvidar, ni de compartir el dolor como si fuera una mesa de diálogo entre iguales. La justicia solo nace del reconocimiento de la colonización, del desmantelamiento del régimen de apartheid y de la devolución de la tierra al pueblo palestino. Sin justicia, toda paz es solo otra forma de violencia.
Una reflexión de Chaimaa Boukharsa