Uno de los discursos más peligrosos y a la vez más normalizados dentro de ciertos sectores progresistas es el que exige a las personas racializadas que luchen contra el racismo. Esta exigencia no solo es injusta, sino que forma parte de un sistema que desplaza constantemente la responsabilidad del cambio hacia quienes ya están oprimidas, mientras protege a quienes realmente deben hacer el trabajo: las personas blancas.
Hace poco vi un post de un partido político alabando la “lucha contra el racismo” de una persona racializada. En ese mismo post, compartían sin ningún tipo de advertencia o cuidado un relato de trauma infantil ligado al racismo. Una vez más, el dolor de una persona racializada era expuesto como pornografía del sufrimiento, mientras se le agradecía su “lucha” y se le animaba a seguir luchando.
Pero mirad: no todas las personas racializadas pueden luchar, y sobre todo, no todas queremos luchar. ¿Tenéis idea de los recursos y privilegios que hacen falta para siquiera nombrar el racismo que vivimos? Para poder analizarlo, explicarlo, construir estrategias de resistencia… ¿Sabéis lo que eso implica?
Implica tiempo, salud mental, estabilidad emocional, acceso a una formación académica y a herramientas lingüísticas. No todo el mundo tiene esos recursos. Y muchas veces, ese “privilegio” de poder nombrar el racismo solo lo tienen quienes ya han pagado un precio muy alto.
Lo que debería quedar claro es que la responsabilidad de combatir el racismo no recae en las personas racializadas. Son las personas blancas las que tienen que hacerse cargo de sus privilegios, de su blanquitud, de su supremacía. El centro del debate y el foco del análisis no deben ser las personas racializadas, sino las personas blancas y el racismo que sostienen y reproducen.
Lo que sucede con frecuencia es que la blanquitud se desliza siempre fuera del centro del análisis, incluso en espacios progresistas. La gente blanca está entrenada porque así lo permite y fomenta el sistema para hablar sobre el racismo sin implicarse personalmente, como si fuese un problema externo, ajeno, que afecta únicamente a “los otros”.
En lugar de mirarse al espejo, de confrontar sus privilegios, de revisar sus silencios, sus complicidades, sus formas de ejercer poder… prefieren proyectar la responsabilidad del cambio en las personas racializadas. Así, transforman nuestra existencia en un campo de batalla: nos convierten en educadoras a la fuerza, en terapeutas raciales, en pedagogas del dolor.
Esto no es inocente. Al poner el foco constantemente en nuestra “resistencia” o nuestra “lucha”, la gente blanca se ahorra el trabajo incómodo de desaprender. No se trata solo de ignorancia, sino de una evasión activa del trabajo interno que supone cuestionar la blanquitud, porque hacerlo implica renunciar a privilegios concretos, implica dejar de ser el centro de todo, implica asumir culpa, incomodidad, vergüenza y sobre todo: implica adoptar acciones transformadoras.
Y claro, es mucho más fácil aplaudir a la persona racializada que “lucha”, que deja su piel explicando lo evidente, que vuelve su trauma relato público… que sentarse a mirar cómo el racismo estructura tus vínculos, tus espacios, tu lenguaje, tus oportunidades.
La blanquitud es evasiva por naturaleza, no le gusta que la nombren. Prefiere camuflarse en discursos de “inclusión”, “interseccionalidad”, “solidaridad” o “diversidad”, siempre y cuando no se cuestione su centralidad. Porque la verdadera deconstrucción de la blanquitud no es estética ni discursiva: es política, ética y profundamente dolorosa.
Una reflexión de Chaimaa Boukharsa


