Soy más argentina que vos. 

“Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es” Jorge Luis Borges – Biografía de Tadeo Isidoro Cruz (1829-1874)

Mi nombre es Agostina Yannone. “Sí, con O. El apellido con doble “n” al principio” termino aclarando para la gente de una Argentina que se enorgullece de la herencia europea de su población.  Pobres mis bisabuelxs, inmigrantes italianxs y españolxs, que ven su herencia pasada por alto porque a la gente le gusta asumir, aunque me hayan puesto el nombre más ítalo-español posible. 

Nací en la caótica, pero hermosa Buenos Aires, Argentina, y es un dato importante porque el lugar del que venimos nos marca, nos impacta de una forma tal, que esa huella invisible se hará presente a lo largo de todos los caminos que tomemos en nuestra vida. Criada y curtida en uno de los barrios más emblemáticos de la ciudad, cuando me escuchan hablar (y me leen) nadie pone en duda mi cepa porteña. Sin embargo, una vez por día, desde hace casi ya 35 años, me encuentro del otro lado de un interlocutor diciendo “¿Cómo? ¿De Argentina? Pareces de…”  Lo que sucede es que la herencia que la gente ve es la otra. La que causa morbo, disfrazado de curiosidad. Y continúa con la seguidilla de países que el imaginario colectivo asocia con gente racializada como negra en América Latina, donde Argentina jamás figura. 

Crecí en los 90s, fui adolescente en los 2000s y vivía en una burbuja. Mi burbuja era el club social al que pertenecía mi familia y en dicho club, también, estaba mi escuela. Durante el verano, en ese mismo club, operaba la Colonia de Vacaciones. Ese monoespacio que cambiaba de elenco dependiendo la temporada del año, constituía mi mundo. La no existencia de Internet hacía que estos lugares sean núcleos de socialización extendido – era muy común que quien atendía el bar, conozca a toda tu familia y sus andares. Durante mucho tiempo, ahí, yo simplemente fui y me sentí “Agostina”, la nena a la que le gustaba jugar a las muñecas y armar rompecabezas, que trepaba árboles y amaba el fútbol.  Sin embargo, a temprana edad fui consciente que yo no era igual a ellxs. No sabía bien qué, pero había algo que nos hacía la familia “rara”. Susurraban y se codeaban por lo bajo: “Siempre viene con lxs abuelxs”, “La madre está divorciada”, “Aunque no lo creas, sí, ‘ese’ es el abuelo”. A la gente le gusta asumir cosas del prójimx desde que el mundo es mundo. Y más cuando esa historia involucra a unx “otrx”.  Principalmente cuando ese otrx, que un señor ricachón y feudal dijo “este ser tan distinto a mí, de piel tan oscura, no puede ser humano, es de otra raza.  El término se impuso en el siglo 18 para “clasificar” a los seres humanos de acuerdo a su apariencia física y origen social y cultural. Desde entonces, ha sido utilizado para establecer una jerarquía, oprimiendo a aquellos considerados “inferiores” – de acuerdo a la narrativa imperante, es decir, la narrativa blanca. 

En fin, haber nacido y crecido en la Argentina de los 90s en una familia de clase media, implicó para mí, crecer en una burbuja con respecto a esa palabra tan cortita pero tan poderosa. Una burbuja construida por el amor y protección de mi familia, que ellxs – sin saberlo – intentaron sostener. A los 5 años, con mi mejor amigo éramos inseparables. Nos conocimos durante el verano, de balcón a balcón – vivíamos en el mismo edificio, a solo 5 pisos de diferencia. De grandes íbamos a ser Tortugas Ninja”. Durante una mañana, en la Colonia de Vacaciones, se acerca mirándome frío y distante: “No puedo ser más tu amigo, vos sos negra”, me informa. No nos volvimos a hablar por mucho tiempo, habrán sido semanas que, para mí, se sintieron como años. Volvimos a retomar nuestra amistad, pero yo no volví más a la Colonia.

De no haber sido por mí color de piel, era la nena más 90s posible. Y quizás la más envidiada. ¿Por qué? A mis 6 años tenía la mejor colección de muñecas Barbie de todas mis amigas (al día de la fecha, llevo esa insignia con orgullo ¡ja!). Llegué a tener más de 60 muñecas (#menemismo – N. del A.: Lectores no argentinos, googleen el término, se van a divertir), el jeep, el auto descapotable, la escuela, todos los accesorios más codiciados, hasta la casa. Pero nunca jamás pude tener una Barbie negra. Muchxs mientras leen esto juzgarán cómo esto puede ser tomado como un problema; pero, era la muñeca que más deseaba en el mundo y el slogan de la marca era que “Barbie es igual a vos”. Pero las muñecas que yo veía eran todas blancas. Todas. En esa época sin Google no tenía ni la más pálida idea de si siquiera existían las muñecas negras. Y lo que no se ve no se puede imaginar. Y lo que veía, me generaba -sin saberlo- mucha angustia.  No voy a ser ni la primera ni la última mujer negra en decir que cuando era chiquita, todo lo que me rodeaba, no me incluía. Las infancias blancas se ven proyectadas en todos los aspectos del mundo que los rodea y, como resultado, su futuro se siente ilimitado porque pueden ver oportunidades ilimitadas para las personas que se parecen a ellxs. Recién de adolescente, y con la aparición de Internet, confirmé su existencia. No fue sino hasta el año 2015, que me regalaron una – traída directo de Estados Unidos. En Argentina, año 2022, sigue sin haber Barbies negras en el mercado de juguetes. 

Mi abuela Tete, que se preocupaba en demasía por mí, porque, a diferencia de sus hijas, yo había salido “muy oscurita” -pero, parafraseándola, “por suerte no tanto como ella”- en lugar de Barbie, me regaló a “Kenya”. Me la trajo de Brasil. Era una muñeca preciosa, con un nivel de detalles impecables pero su tamaño no era de muñeca de los 90s, era de dimensiones más grandes, en definitiva: no se le podía poner ropa de Barbie o de cualquier otra porque no había muñecas parecidas para intercambiar vestuario o accesorios para acompañar la invención de aquellos mundos imaginarios. Pero Kenya tenía mi color de piel, y yo la amaba. En una de esas tardes de “¿puede Agostina venir a jugar a casa hoy?” una amiga me dice “No traigas más esa ‘cosa’, ¿no ves que no entra en la casa de Barbie? Parece un monstruo que va a atacar a las otras… ¡Eso! Eso, ¡mejor! Hagamos que sea el monstruo que ataca a Barbie. Tiene medio cara de monstruo malo, ¿no?”.   

Poco tiempo después, una tarde, como tantas otras veces, mi abuelo me pasó a buscar por el Colegio. Cuando mi abuelo me pasaba a buscar, me invadía la felicidad por muchos motivos, pero por sobre todo, porque esas tardes, casi siempre, terminaban con una porción de pizza del restaurante de enfrente.  Desde mi lugar en la fila podía ver que mi abuelo me saludaba con el brazo en alto. Yo le devolví una enorme sonrisa mientras lxs profesores nos llamaban y nos despedían, unx por unx. Cuando llega mi turno, tomo impulso para poder tirarme a los brazos de mi Tata, pero una fuerza invisible me jala hacia atrás. Veo la cara de mi abuelo deformarse mientras un grito agudo me retumba en los oídos: “¿A dónde crees que vas?”. La maestra me miraba inquisidora mientras mi abuelo se acercaba resoplando: “¿Qué hacés? Soltala”. Entre gritos y llanto le pedía que me deje ir con mi abuelo y ella se negaba, rotundamente. No quiso escuchar. “No sabía, mirala, ella es… y bueno, el señor es…yo cómo podía suponer” le decía a la directora, mientras ésta, a su vez, intentaba calmar a mi Tata que estaba fuera de sí. Mi abuelo era un tipo tranquilo, no se enojaba nunca, ni cuando le diagnosticaron cáncer. Solo lo vi rojo de ira tres veces. Dos de esas, tuvieron que ver por mi color de piel. 

La burbuja en la cual crecí me aisló durante mucho tiempo de mi propio
auto-reconocimiento; y tampoco ayudó que el relato nacional, hasta el año 2013, sostuviera que “en Argentina no hay gente negra”. Por lo que vivir una infancia en la que en todo grupo sos la “distinta”– no hay tal burbuja, por más empeño que le haya puesto mi familia– es algo que te cuela hondo y te queda bien adentro en cuanto a la identidad. Si a los 7, 8 o 9 años me preguntabas honestamente qué quería ser y si yo sabía que nadie me iba a escuchar, mi respuesta iba a ser “blanca”. No entendía bien el porqué, pero había algo de lo “blanco” que incluso mi cabeza de niña de clase media en la época menemista de la Argentina podía decodificar, tenía otros “beneficios”.  Y eso que yo crecí con beneficios, nunca me faltó nada y comparándome con otras mujeres afrodescendientes de este país, “no la tuve tan difícil, che”. Sin embargo, me descubrí transitando y procesando sola, situaciones que no se trataban de “rarezas mías” sino que eran micro racismos tan arraigados en la sociedad, que ya se han normalizado e incluso yo misma había internalizado, inventándome una serie de plantillas de respuestas “políticamente correctas” lindas, bonitas y prolijas cual filtro de Instagram, porque, a veces, esa respuesta es la división entre mi seguridad o la exposición al peligro. 

La Argentina tiene población negra, actual y originaria. Mis dos abuelas, sí, tanto la materna como la paterna, eran negras: quinta generación de afrodescendientes que fueron arrastrados al Río de La Plata como personas esclavizadas. O sea, hace más de 200 años que mis ancestrxs vienen dejando ADN por estas pampas y, sin embargo, yo soy señalada como turista o extranjera. ¿Ven? Esto es cuando manifiesto que la narrativa blanca hilvana la información para su conveniencia ¿O de verdad la gente puede creer que absolutamente toda la gente negra “se fue muriendo” hasta que el país quedó blanco? La necesidad de clasificar, sin ejercer el pensamiento crítico y empático.

Mi amada Tete una vez me dijo: “Pollita, vos nunca te olvides quién sos. El mundo te va a decir qué sos, todo el tiempo. Pero, quién sos… eso lo decidís vos”.  Y cuánta razón tenía.  “Soy séptima generación de afrodescendientes, del tronco colonial” – y muchas veces, depende del nivel de racismo del interlocutor, agrego “y mucho más argentina que vos”. ¡Ja!

Un texto de Agostina Yannone

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