En una época donde la guerra era el lenguaje de los imperio hubo un ejército formado no sólo por soldados, sino por amantes. Guerreros que amaban, luchaban y morían juntos. Esto no es una leyenda moderna: es historia.
En el siglo IV antes de nuestra era, en la ciudad de Tebas, existió una unidad militar temida por sus enemigos y celebrada por su pueblo: el Batallón Sagrado de Tebas. Estaba compuesto por 150 parejas de hombres que eligieron combatir con cuerpo y alma. No por una ideología… sino por amor. Eran símbolo de valor y fuerza porque sabían que no había poder más grande que luchar al lado de quien amas.
En pleno siglo XXI, aún hay quien cree o decide creer que la homosexualidad es un invento moderno. Que el amor entre personas del mismo género es una “moda”, una provocación, o una consecuencia degenerada de la revolución sexual, del capitalismo tardío o de Stonewall. La historia del Batallón Sagrado incomoda porque derrumba la idea de que las identidades y relaciones queer son una novedad, una distorsión contemporánea, un “capricho” nacido en los años 60. Pero eso no es sólo ignorancia, es borrado histórico porque el amor entre personas del mismo género ha existido desde siempre. La diferencia no es su existencia: es cómo las sociedades han decidido mirarlo.
Entonces la pregunta ya no es, ¿Por qué existen orientaciones sexuales más allá de la heterosexualidad? sino
¿Cuándo y por qué empezó a verse mal que existieran?
La respuesta es larga y compleja. Tiene que ver con el cristianismo imperial, con Roma después de Constantino, con la Edad Media, con el control de los cuerpos, con el miedo a lo que escapa del molde, con la necesidad de definir qué es “normal” para dominar al resto. Tiene que ver con siglos de religión, leyes y medicina usándose para decir: “este amor no puede ser”.
Y así, lo que fue arma, poesía, lucha, canto, resistencia y vida pasó a ser delito, enfermedad, chisme o pecado.
Pero la historia está ahí, aunque incómoda para quienes prefieren pensar que todo esto es una novedad y que el Orgullo solo existe desde que hay banderas, y que las vidas queer nacieron en un bar de Nueva York. La historia no nos necesita para justificar nuestra existencia, porque la historia simplemente nos contiene, aunque muchos no quieran leerla. Porque no solo en Grecia floreció el orgullo.
También en el corazón de África, mucho antes de que el cristianismo o el islam llegaran con sus normativas, ya existían formas de amar, de habitar el cuerpo y de construir comunidad fuera del binarismo. En los pueblos Igbo de lo que hoy llamamos Nigeria, una mujer podía casarse con otra mujer. No era una excepción, ni una provocación: era parte de la estructura social. Eran llamadas “esposas de mujer”, y ocupaban roles políticos, comerciales y familiares sin que nadie les negara su valor.Porque en esas sociedades el género no era un encierro, sino un espacio fluido de existencia. A su vez, el amor no se medía por órganos ni dogmas, sino por la función que cumplía en la comunidad. Estas relaciones no eran ocultas ni vivían bajo permiso; eran legítimas, vividas con orgullo, sin necesidad de nombres modernos ni explicaciones médicas. No necesitaban marchar porque no había un sistema que les negara su humanidad.
Igualmente, en el territorio que hoy llamamos México, el pueblo zapoteca ha reconocido por siglos a una identidad llamada muxes: personas asignadas como hombres al nacer, pero que asumen roles femeninos o intermedios. No son imitaciones de género: son parte del tejido cultural vivo. Las muxes no son una novedad contemporánea, existen desde tiempos prehispánicos y en muchas comunidades son figuras respetadas, con roles sociales, familiares y espirituales importantes. Su existencia no exige permiso, está arraigada en la historia.
Así como en muchos de los pueblos indígenas del Norte de América se habla de las personas Dos Espíritus, guardianes de lo masculino y lo femenino al mismo tiempo, quienes caminan entre mundos sin necesidad de explicación.
Estas historias ancestrales de guerreros que aman, de mujeres que se casan con mujeres, de muxes y Dos Espíritus no son casos aislados ni curiosidades etnográficas, porque lo que llamamos orgullo ya existía antes de que existiera incluso la palabra. Lo que hoy defendemos con pancartas ya se defendía con presencia, con ritual, con respeto y dignidad.
Porque si en algún tiempo el amor fue fuerza militar, espiritual, política y poética, no es el amor el que ha cambiado: Es la forma en que el poder lo mira.
Tal vez no deberíamos preguntarnos solo cuánto hemos avanzado, sino también cuánto hemos olvidado.Y, sobre todo, a quiénes se ha intentado borrar del relato.
Stonewall fue una chispa, pero la llama ya venía ardiendo desde mucho antes.
Una reflexión de Juano