El 1 de noviembre de 1954 se desataba una guerra durísima que sumió a Francia en una complicada crisis política
Argelia fue uno de los últimos países árabes en acceder a la independencia y sin duda alguna el que más sufrió para conseguirla. Francia, que se había desprendido de Túnez y Marruecos sin ofrecer demasiada resistencia, empleó con Argelia todos los medios –y toda la fuerza– para retenerla como principal recuerdo de su imperio colonial en liquidación.
Para justificar la diferencia de trato con los distintos territorios que tenía bajo su control en el norte de África, París adujo unos argumentos jurídicamente sólidos, pero pueriles en la práctica. Meras estratagemas para mantener la teoría de que Argelia no era una colonia, sino una prolongación de Francia.
Tanto Marruecos como Túnez, a los que había concedido la independencia en 1956, eran protectorados, mientras que Argelia tenía estatus de departamento y, en consecuencia, consideración de territorio soberano francés. Así había sido declarada en 1948 en un intento baldío por calmar las reivindicaciones independentistas surgidas en el país ya un decenio antes.
A finales de los años cincuenta, la frustración argelina ante la falta de eco de sus deseos se convertía en rabia al ver cómo otros pueblos de su misma cultura, religión e idioma lograban sus objetivos. La humillante derrota francesa en Indochina en 1954 también estaba contribuyendo a estimular sus ansias de emancipación.
El 1 de noviembre de 1954 varios líderes del llamado Comité Revolucionario de Unidad y Acción argelino (CRUA) decidieron dar un paso adelante en la lucha armada. Entre ellos figuraba Ahmed Ben Bella, quien con el tiempo se convertiría en el primer presidente de la República de Argelia.
Crearon el Frente de Liberación Nacional (FLN), una organización militar y política que desde ese momento extendería sus redes por todo el país. Sus golpes, a menudo atentados contra instalaciones de valor estratégico, enseguida se convertirían en una seria amenaza.
En París, la situación argelina no tardaría en constituirse en el principal motivo de preocupación y enfrentamiento político. El conflicto, que cobraba virulencia por momentos, hizo caer de manera más o menos directa varios gobiernos.
Eran gabinetes débiles, sumidos aún en las secuelas de la guerra mundial y perdidos en las tensiones de la Guerra Fría. Y se mostraban además indecisos ante la presión de los militares y ante la resistencia que ofrecían los centenares de miles de colonos franceses de varias generaciones que consideraban Argelia su tierra y su hogar y se oponían a cualquier género de concesiones a la población autóctona.
Los independentistas argelinos unían a sus sentimientos patrióticos otras ideas nuevas, las que irradiaba el nuevo régimen egipcio. Tras llegar al poder en 1959, Nasser había desafiado a Gran Bretaña con la nacionalización del canal de Suez y propugnaba la unidad de los pueblos árabes bajo un socialismo de corte panárabe que estaba prendiendo entre muchos intelectuales y gobiernos, como los de Irak y Siria. Y lo más preocupante para Occidente: que la Unión Soviética estaba detrás.
No se puede decir que los independentistas argelinos constituyesen una piña ideológica, pero entre sus dirigentes predominaban los que luchaban con un doble objetivo: lograr la proclamación de su propio estado y la puesta en marcha de una revolución capaz de transformar las estructuras capitalistas en otras de corte colectivista.
Esta pretensión, que acabaría triunfando en parte, constituía un motivo más de temor y rechazo de los colonos franceses, propietarios de muchas tierras y negocios. Además del respaldo de los militares, contaban con influencias y capacidad para presionar en París.
Guerra sin cuartel
La guerra, que se prolongó de 1954 a 1962, fue larga y cruenta –la cifra de víctimas ronda el medio millón o tal vez más–. Tanto los militares franceses, imbuidos de un fanatismo impropio de una sociedad democrática, como los guerrilleros del FLN rivalizaron en el recurso a la violencia, la tortura y el asesinato a menudo indiscriminado.
La crónica del conflicto está repleta de hechos terribles, como el asesinato de 123 colonos franceses en la provincia de Constantina en agosto de 1955 y la reacción de los soldados galos, que respondieron con la matanza de cerca de 12.000 argelinos.
Los intentos, siempre a remolque de los hechos, de los gobiernos franceses por encontrar una salida negociada fracasaban uno tras otro conforme evolucionaban los acontecimientos. Había pasado el tiempo del trapicheo de concesiones políticas y les argelines sólo aspiraban a una: la soberanía.
Las guerrillas del FLN, que en algunos momentos se daban ingenuamente por derrotadas en París, renacían con más fuerza de sus propias cenizas, sumaban más células y activistas, incrementaban su apoyo popular y mantenían el control de amplias regiones.
La desproporción entre 40.000 guerrilleros y 500.000 soldados regulares era enorme. Francia no parecía ver otra salida que la de las armas, y acababa atendiendo la demanda de más soldados y más armamento que formulaban sus generales.
El envío de contingentes llevaba incluido equipamiento renovado, que le suponía al país una sangría económica insostenible. Y lo que finalmente iba a resultar más pernicioso para los intereses de Francia: disposiciones defensivas que permitían a los militares actuar sobre el terreno con una libertad ilimitada de movimientos.
Las pusieron en práctica sin el menor respeto a los derechos humanos. Sin embargo, lo único que conseguirían sería estimular el odio y el deseo de venganza. La llamada batalla de Argel, en la que fueron cometidas incontables atrocidades, tuvo unos efectos devastadores para la imagen de los franceses y de rechazo popular a su presencia.
Vecines y aliades
En el ámbito internacional, la contienda de Argelia era seguida con desazón y pasividad al mismo tiempo. Al peso diplomático que ejercía Francia se unía su condición de miembro permanente del Consejo de Seguridad de la ONU, lo que le concedía derecho de veto a las resoluciones.
Incluso los países árabes ya independientes se mostraban cautelosos. Los dos vecinos del conflicto, Marruecos y Túnez, recibieron y alojaron con dificultades a decenas de miles de refugiados, entre ellos algunos cabecillas de la insurrección. Pero ambos estados evitaban que actuasen desde su territorio.
En 1958, el FLN creó un gobierno provisional (el GPRA) e instaló su sede en Túnez, aunque aceptando para ello muchas limitaciones a su capacidad de movimientos. Fue el presidente Burguiba quien inclinó la balanza en ayuda de los argelinos. Pero sus iniciativas eran observadas con desconfianza desde París. El apoyo del resto del mundo árabe, comedido al principio, aumentaba conforme se intuía que el final de la guerra estaba próximo. En Marruecos, mientras tanto, empezaban a aflorar temores en torno al trazado de la frontera entre los dos países.
El país árabe que más apoyó la lucha de Argelia fue Egipto. Nasser, enfrentado a Gran Bretaña y Francia, resentido por el apoyo occidental a la proclamación de Israel y muy concienciado sobre la vejación que suponía el colonialismo a la nación árabe, proporcionó armas, asesoramiento militar y cobertura diplomática a los líderes guerrilleros. Su régimen intentaba convertirse en la avanzadilla del nuevo mundo árabe, y confiaba en que la Argelia independiente fuese el país abanderado de sus ideales en el Magreb.
Estados Unidos y la Unión Soviética no desaprovechaban la ocasión para criticarse recíprocamente, pero en cuestiones de descolonización respondían al mismo principio: las dos superpotencias apoyaban el final de los imperios coloniales existentes.
Por lo que respecta a la URSS, cautelosa en África, canalizaba en muchos casos su actuación a través de iniciativas de sus satélites. Fue lo que ocurrió en Argelia. Además del apoyo de Egipto, país que contaba con la protección de Moscú, surgió el de la Cuba castrista. Empezó a proporcionar armamento a las guerrillas y apoyo diplomático a su gobierno en el exilio.
Francia tardó en percatarse de que el comunismo cubano estaba detrás de abastecimientos, campañas de propaganda y gestión de respaldos internacionales. Cuando decidió adoptar medidas, el proceso de solución del conflicto, que no podía ser otro que la independencia, ya estaba en marcha y casi podría decirse que encarrilado.
La salida de “De Gaulle”
La solución llegó de la forma y de las manos más inesperadas. En 1958, las consecuencias del conflicto en la metrópoli menoscababan la moral ciudadana, que sufría aterrada el horror del aumento de víctimas, muchas de ellas jóvenes que cumplían el servicio militar obligatorio. Afectaban también al clima político y a la situación económica, sumergida en un grave deterioro.
Y entonces estalló la crisis. El 13 de mayo, el debate sobre el conflicto de Argelia, que ya se había llevado por delante varios gabinetes, desembocó en el desplome de la IV República. Ante la gravedad, el general Charles de Gaulle, el “héroe” de la liberación frente a los nazis, fue llamado para encabezar un gobierno capaz de sacar al país del atasco. Detrás estaban los generales y la derecha colonialista, y con ellos la confianza puesta en que De Gaulle sabría salvar a Francia de la derrota y mantener a Argelia bajo soberanía francesa.
Consiguió lo primero. Francia no pasaría por la humillación de ser derrotada militarmente en Argelia. Pero se encontraba al borde, y De Gaulle, consciente de ello, reaccionó contra todas las previsiones. Descartó la escalada militar y abrió el camino a negociaciones.
La iniciativa desató la ira sobre todo en la propia Argelia, donde varios generales del sector duro, respaldados por la población colonial, encabezaron un pronunciamiento. Fracasó, pero dejó como secuela la creación de una organización clandestina, la OAS (Organización Armada Secreta), cuya actividad contra la nueva política francesa complicaría más el desenlace.
Los últimos meses de la guerra estuvieron fijados en cuatro frentes. Les franceses se hallaban dividides entre los que desde París propugnaban la descolonización y los que desde el interior luchaban por conservar el territorio. Les argelines se encontraban igualmente enfrentades. Ante la independencia, unes tenían la mente puesta en una revolución. Otres aspiraban a un país abierto al libre mercado y fiel a la cultura árabe, a los principios del islam y a la tradición tribal, que seguía siendo un fundamento importante de poder en la región.
Las negociaciones de paz se cristalizaron en 1962 con los llamados Acuerdos de Evian. La independencia formal fue proclamada en 1962. El gobierno provisional asumió el poder hasta que, un año después, Ahmed Ben Bella fue nombrado presidente de la República.
Fuente: La Vanguardia