Hasta hace unos años me recriminé y sentí vergüenza de aceptar estos pensamientos que de niña me acechaban todo el tiempo. Soñaba despierta imaginando cómo sería mi vida si fuera menos oscura, todos los amigos que tendría y como de pronto ya no sería fea. Me costó aún más, aceptar la forma de mi cuerpo, mis caderas protuberantes que fueron motivo de comentarios negativos y burlas.
Las personas adultas que nos rodean, con sus propios miedos e inseguridades, dejan heridas en nosotres que nos toca ir sanando. En mi caso he tenido el privilegio de encontrar espacios de reconocimiento y de aprendizaje de mi herencia negra y esto, poco a poco, me ha llevado a aceptar y a entender las características de este cuerpo que habito.
Sin embargo, me parece fundamental contar cómo fueron esos diálogos internos de la niña de mi infancia, porque sé que muchas otras y otres pueden estar viviendo algo similar hoy. Este texto, más que una reivindicación de mis pensamientos y mi relación conmigo misma, es un decirle a quien lo necesite, que la mayoría hemos estado ahí, que les entiendo y les abrazo.
Desde muy pequeña sentí un rechazo por la ropa muy femenina, los vestidos y las faldas no me gustaban y prefería la ropa que me permitiera correr, saltar y montar en bicicleta con libertad. Mientras crecía entendía que además de la comodidad, me gustaba la ropa ancha que me ayudaba a esconder mis caderas.
Caderas que ahora reconozco como mi herencia raizal, el cuerpo de mis tías, de mi abuela y de las mujeres antes de ellas.
Los primeros comentarios que recuerdo sobre ellas es que eran muy grandes, que no eran proporcionales, recuerdo las alarmas sobre engordar porque siendo delgada era la única manera de mantenerlas en un tamaño pasable, que nunca me quedaría bien la ropa de moda porque estaba hecha para otros cuerpos.
A partir de allí, toda mi infancia, adolescencia y parte de mi adultez fue una constante pelea con la ropa, un afán por caber en ella, de pensar en operarme para reducirlas y en cómo subir una talla era una traición a mí misma.
Llorar hasta quedarme dormida, por no verme diferente, por sentirme inadecuada y por pensar que era culpa mía, no ser lo que otres esperaban de mí era una constante que revivía todas las noches.
Y dentro de esas lágrimas había algo aún más profundo, pensamientos que me avergonzaban y que hasta hace muy poco fui capaz de reconocer en voz alta; en los peores momentos de mi autoestima, lo que yo más deseaba era ser blanca.
Tenía la idea de que no había personas blancas, feas, que a pesar de sus rasgos o de su personalidad, todas eran aceptadas, reconocidas y que no tenían problemas. Pensaba que si mi piel fuera más clara tendría más amigos, en el colegio me tratarían mejor y mi vida mejoraría.
Y entonces, lo soñaba… fantaseaba con la idea de haber nacido diferente y eso me hacía sentir mejor durante un momento, hasta que volvía a la realidad y entendía que cambiar mi color de piel era imposible.
Fueron muchos años de reconocer mi identidad a través de mi piel, de escuchar comentarios racistas de personas que decían quererme y de no encontrarme en muchos lugares y espacios donde me sentía diferente. También, de aceptar que no era mi culpa pensar así, que sí es cierto, que el mundo es menos hostil con la gente blanca y que esas ideas no eran un invento; que los chistes, las burlas, y los comentarios que había escuchado toda mi vida eran reales y que yo no era la única sintiéndose así.
Esto último, pude verlo con muchísima claridad hace poco, porque dadas las condiciones de mi vida actual y de la poca exposición al sol que tengo por las largas horas en una oficina, mi piel está menos morena y cuando regreso a casa, a mi bella Isla, muchas personas me dicen “ahora sí está más bonita, le ha sentado bien perder color” y entonces reafirmo que nunca fue mi culpa, no es nuestra culpa.
Reconocernos desde nuestra herencia, desde nuestra piel, desde la forma de nuestros cuerpos, es un camino de ida, es largo, es, a veces, doloroso, pero también es necesario, es una deuda con nosotros mismos y con los otres, es una afirmación de que estamos aquí sintiendo orgullo de quienes somos; porque no fue nuestra culpa crecer rodeados de racismo, pero sí es nuestra responsabilidad descolonizar nuestros pensamientos, la forma de habitar nuestro cuerpo y el lugar que asumimos en sociedad.
Un texto de Camila Sanabria