Entre el placer y la conciencia. Repensar el deseo.
En tiempos en que el feminismo interseccional es constantemente cuestionado —desde dentro y desde fuera—, muchos hombres también comienzan a preguntarse qué lugar ocupan en las luchas por una sexualidad más libre, justa y consciente. ¿Están acompañando de verdad a sus compañeras? ¿Saben distinguir entre el deseo, el cariño, el cuidado y el poder?
Desde los primeros encuentros sexuales, debería haber espacio para conversar sobre los límites, las intenciones y el placer. Sin embargo, en la práctica, no siempre es fácil. A veces el deseo es intenso, confuso, incómodo. A veces, incluso, duele. ¿Y qué pasa cuando ese deseo se cruza con imaginarios coloniales y patriarcales que siguen habitando nuestros cuerpos?
Las masculinidades negras, por ejemplo, han sido históricamente representadas como cuerpos hipersexualizados, siempre dispuestos, siempre potentes. En contextos postcoloniales, muchos hombres negros luchan por reapropiarse de su sexualidad sin repetir estereotipos, sin dominar, sin herir. Pero… ¿Qué ocurre cuando una pareja expresa abiertamente que desea ser dominada? ¿Y si eso no es opresión, sino parte de su libertad?
La sexualidad también es política. Y a veces, el deseo que incomoda puede ser una puerta hacia una reflexión más profunda. Porque tal vez el verdadero cuidado no sea evitar el poder, sino transformarlo; no negar el deseo, sino habitarlo con conciencia.
Entre el placer y la política: reflexion de un hombre negro que duda.
Luchas contra el patriarcado y la colonización del cuerpo feminino, de la sexualidad y del deseo. Denuncias el machismo, la masculinidad negra y occidental, te cuestionas tus privilegios, escuchas, aprendes, desaprendes. Quieres ser un hombre distinto: respetuoso, atento, aliado feminista y decolonial. Un hombre deconstruido.
Y entonces, una noche, ella te lo dice: le gusta cuando tomas el control. No sólo la iniciativa, el control. Dominación. Que la sujetes fuerte, que la tomes sin suavidad, que seas brusco. Te lo dice mirándote a los ojos y tú te quedas congelado.
¿Si haces eso, estás traicionando tus principios? ¿Estás reproduciendo el mismo sistema que quieres destruir? ¿O hay algo más complejo ahí, algo que también es libertad?
I. El malestar es real. Y no estás solo.
No eres el primero que se siente confundido. Quieres ser un compañero seguro, aliado, cuidadoso. Y de repente te piden que seas dominante, que digas palabras sucias, que pegues una bofetada (sí, así como suena). Que actúes como todo lo que tú mismo criticas.
Te da miedo. Miedo de hacerle daño. Miedo de pasar un límite sin darte cuenta. Miedo de que te guste. Porque ahí está el punto más delicado.
Pero justo ahí comienza una reflexión más honesta.
II. Desear la violencia no es lo mismo que sufrir la dominación
En su libro Désirer la Violence, Chloé Thibaud lo explica sin rodeos: “Crees que tienes una libido feminista, hasta que un día descubres que lo que te excita es algo que ni siquiera te atreves a decir en voz alta”. Y no se refiere sólo a las mujeres. También habla de ti.
Lo que tu compañera desea no es violencia real, sino una puesta en escena del poder. Un juego erótico. Con reglas, con límites, con consentimiento. Puede desear ser dominada sin dejar de ser libre, consciente y feminista. Tú puedes ser quien “domina”, sin convertirte en un opresor. Porque la clave no está en el gesto, sino en el acuerdo mutuo.
Aceptar eso es salir del mito del deseo limpio, racional, políticamente correcto. El deseo no es puro. Es humano. Tiene sombras, y está bien.
III. Puede fortalecer tu postura feminista y decolonial — no debilitarla
Porque no improvisas el rol dominante. Lo aprendes con ella. Lo conversan, lo definen, lo cuidan. No es imponer, es proponer. No es callar, es preguntar. No es asumir, es verificar, ajustar y respetar.
Y ahí aparece una forma más profunda de feminismo: No el que huye del poder, sino el que lo transforma. El que lo vuelve negociable, reversible, compartido. No huyes de los deseos femeninos complejos. Los escuchas, los acompañas, no los juzgas ni los instrumentalizas.
Descubres que el problema no es la cuerda, sino el silencio. No es la palmada, sino la falta de límites. No es el rol, sino la ausencia de consentimiento.
Quieres ser feminista: pues bien, sé valiente también en el deseo. Atrévete a hablar. A preguntarte. A fallar incluso, si sabes cuidar después.
Eso también es político.
IV. No es una contradicción. Es una oportunidad.
Pensabas que ser feminista era evitar todo desequilibrio. Descubres que también puedes elegirlo y que no te convierte en agresor, sino en un aliado consciente. Que ella no es sumisa: te está confiando su cuerpo, sus fantasías, su intimidad.
Tú no estás aquí para reproducir la dominación. Estás aquí para jugar con ella, para crear un espacio de libertad en medio de la estructura que ambos cuestionan.
Luchas contra el machismo y el colonialismo, no contra el deseo. Y ese deseo, sí: a veces rudo, salvaje, incontrolable, también forma parte de la liberación. De la descolonización del cuerpo.
V. Herramientas para explorar sin traicionar tus principios
1. Habla mucho. Antes de cualquier cosa, pregúntale: ¿qué significa para ti? ¿Qué deseas exactamente? ¿Qué te excita de eso?
2. Pongan límites claros. Usen una palabra de seguridad que pueda decir en cualquier momento para detener todo, sin preguntas.
3. Cuiden el después. Un momento de debrief, de cuidado. ¿Cómo se sintió? ¿Qué funcionó? ¿Qué no repetirían?
4. Infórmate. Existen libros, talleres, podcasts sobre consentimiento explícito, BDSM ético, sexualidad feminista. Formarte es ya un acto de amor y decolonialidad.
5. Recuerda que no sabes. No generalices. Cada cuerpo, cada deseo, cada momento es distinto. Escucha. Sé humilde.
Epílogo: La pregunta correcta no es “¿está bien o mal?”, sino “¿lo hacemos con conciencia (social y étnico-racial)?”
Y si estás leyendo esto, si dudas, si te lo preguntas, es porque ya estás en el camino. No tienes que ser perfecto. Solo tienes que estar presente. Escuchar. Estar dispuesto a crecer.
Eso también es una forma de resistencia.
Un texto de Jackson Jean – Prólogo de Michel-Ange Joseph