En este sentido, es válido- y necesario- entender al placer como una práctica antirracista, una reafirmación de que nuestros cuerpos merecen ser sentidos, queridos, procurados. Autoproclamar la humanidad como parte sustancial del derecho a la libre autodeterminación.
Si el recuerdo de la herida sirve para algo, que sea para construir una genealogía del amor. La memoria afectiva de nuestros cuerpos cumple una función relevante en la construcción de una alianza racial que durante mucho tiempo, ha sido por demás obviada. Actualmente, en medio de un boom de psicología pop que promueve la regulación de emociones, el desapego y el autodiagnóstico, es importante no perder de vista que nuestros patrones relacionales no se modifican en una mañana de inspiración ni después de adoptar rutinas de skincare, tampoco justificando las incompatibilidades de personalidad con la astrología. Es un proceso confrontativo que requiere tiempo, análisis y disposición para aceptar que la interiorización de la violencia, nos hace reproducirla. Esto no quiere decir en absoluto que debemos pasar por encima de las huellas racistas que, igual que el hierro caliente, nos han marcado de por vida.
El autocuidado y el amor propio son paradigmas insuficientes para proponer procesos de acompañamiento y sanación ante la violencia racial, porque en su centro destacan una idea de individualidad que contrasta con las conductas agresivas que de hecho, son colectivas. Al respecto, es importante recuperar y resignificar la potencia de las solidaridades raciales. Renato Noguera, por ejemplo, dice que la experiencia africana nos enseña que el amor no es propio de una dimensión individual o realidad de una sola causa. Nos enseña que el respeto debe ser hacia todos, porque eso permite la vinculación de experiencias. Como consecuencia, el placer es inherente al amor.
Sobre el racismo estructural hemos entendido que las desigualdades se mantienen debido a la persistencia de jerarquías sostenidas por las distribuciones inequitativas del poder, ocasionando que existan suntuosas brechas de desigualdad económica, social y política. Sin embargo, hemos soslayado que el racismo estructural deja remanentes en nuestras autopercepciones. Nuestra forma de concebir el afecto está mediada por las grietas de un sistema que tiene como propósito el aniquilamiento identitario y la deshumanización.
¿Cómo se constituyen nuestras percepciones sobre el cariño y el deseo en un sistema de opresión tan fuerte y destructivo como el del racismo estructural? Nacen en el secreto, la mesura y la contención. Nacen en lo íntimo, cargadas de culpa, inseguridad y con pocas esperanzas de futuro, nacen con la conciencia de la extinción. Deshumanizar es inhibir la posibilidad del placer ¿Cómo aprendimos a desear otros cuerpos? ¿Sabíamos que desear era también una lucha por el espacio público?
Desde niños crecimos escuchando “no tienes que querer”, el problema es que esto condiciona a no saber qué querer y cuando la gente no sabe qué quiere, no está autorizada a desear. No saber lo que quiere porque no tiene aprehensión sobre sí misma y sus propios deseos es un recurso de dominio y nos hace muy frágiles y vulnerables a la manipulación, sobre todo a las mujeres negras. @Yonidaspretas
En este sentido, es válido y necesario entender el placer como una práctica antirracista, una reafirmación de que nuestros cuerpos merecen ser sentidos, queridos, procurados para autoproclamar la humanidad como parte sustancial del derecho a la libre autodeterminación. La relevancia de entender la intersección entre racismo y sexualidad va más allá de centrarnos únicamente en algunas expresiones de la violencia sexual, conlleva problematizar críticamente los alcances e impactos reales de tener una agencia sobre la sexualidad de nuestros cuerpos racializados. Si bien la Organización de las Naciones Unidas establece que
Descubrí que existe una imagen que sintetiza lo que entiendo por deseo. Es el facsímil de la portada número 19 del Periódico Nacional del Movimiento Negro Unificado de 1991. Resalta la fotografía de un beso poderoso, destacada por una frase Reacciona ante la violencia racial: «Besa a tu negra en la plaza pública», forma parte de la exposición Defeito de cor exhibida en el Museo de Arte de Río de Janeiro. Existir públicamente con la manifestación erótica y sensible de mi humanidad, que está antecedida y sucedida por otras. Quiero ser querida en esta vida, en el presente.
Besa a tu negra en la plaza pública
Muchos son los recuerdos que tengo de personas con quienes he mantenido relaciones sexoafectivas pero no me nombran ni me reconocen. Eso ha causado que mi autopercepción esté minada por la idea de que “no vale la pena estar conmigo”, porque de ser así, no tendrían por qué esconderme ni tampoco recurrir a mí como una última opción. Me ha costado algunos años de tratamiento psicológico entender que la decisión de los otros no es mi responsabilidad, pero, si bien racionalmente existe una comprensión, es un hecho innegable que el cuerpo está resentido, es vulnerable a ese golpe del racismo.
Cuando comencé a pensar en el placer sexoafectivo como una práctica consciente, me di la oportunidad de reconectarme con mi cuerpo de otra manera. Atreverme a quererlo, a mirarlo sin repulsión en su naturalidad no fue fácil. Siempre que intentaba mirarlo amorosamente se agazapaban en cuchicheos todas la remembranzas de palabras con las que me supe “fea”: prieta, gorda, naca, patas de pato, pies feos. Intentaba mirarme lejos de eso, pero no tenía norte.
Distintas fobias me recorrían las entrañas como transeúntes apresurados que se mueven sin sentido, empecé a pensar en mi cuerpo como algo que merecía ocupar el espacio público a sus anchas. La deshumanización trata de imponernos la idea de una pulcritud emocional para entablar vínculos afectivos y sexo-afectivos. El peligro de no pensar en el placer como una amalgama de consentimiento, exploración, comunicación, erotismo y sensibilidad, es que sutilmente somos desplazades hacia la higienización racial, ahí donde no existe la conciencia del daño porque las emociones están constreñidas en una regulación, en el miedo antinatural a manifestarse incongruentes.
La autointimidad en cambio, propone una forma distinta de entender el equilibro afectivo entre el espacio individual y el colectivo. Versa sobre la idea de armonizar el cuerpo según su situacionalidad. En otras palabras, la autointimidad tiene que ver con la manera en que asumimos el placer y el erotismo como parte intrínseca de lo cotidiano. Debemos entonces, prestar atención a las mutaciones de nuestros deseos, ser receptives a la manera en que nuestro cuerpo es capaz de traducir los estímulos eróticos en función de contactos seguros con el entorno geográfico y social. De esta manera, también sublevamos las narrativas revictimizantes y nos reapropiamos no solo del dolor, sino también de un vínculo generacional.
Recordar una vivencia racista es exponer una vulnerabilidad, ¿Cómo podríamos, entonces, honrar y cultivar el derecho a recordarnos con amor? Habitar la cotidianidad desde lo íntimo nos conduce a transitar conscientemente las pérdidas, los duelos y las frustraciones, así como los gozos, las satisfacciones y los deseos. Es un desaprendizaje, porque debemos asumir que al igual que el amor, nuestro placer debe ser autónomo, para lo que necesita no ser depositado en las expectativas de una persona o una práctica. Si lo entendemos como una reconciliación con el despojo, el rechazo y la exclusión, el placer es una práctica antirracista porque nos obliga a no sucumbir ante un canon, sino, por el contrario, existir con lo que fuimos y lo que somos.
Como diría el poeta Cassiano Ricardo:
No espero otra vida después de esta
Porque será insuficiente para los Dioses
¿No basta con lo que he sufrido?
Si la vida es buena, dejará de serlo
Repetidamente
En esta y no en otras vidas, merecemos amor, merecemos placer. Nuestros afectos merecen existir, dignamente, en el espacio público, nunca más en el secreto.
Una reflexión de Ana Hurtado