El pasado martes 24 de abril el primer avión enviado por Estados Unidos llegó a la isla. Pese a las demandas por celebrar elecciones para armonizar la convulsión política, las estrategias de intervención continúan siendo un recurso efectivo para mantener en jaque la autonomía política del país.
Tras los fracasos por imponer modelos económicos y democráticos que permitieran legitimar el saqueo biocultural de la isla, las potencias globales optaron por darle el apellido de “El país más pobre de América Latina”. Así, en la historia contemporánea, el nombre de Haití comenzó a asociarse, intrínsecamente, con el abandono, la miseria y la pobreza extrema, minimizando la fuerza colosal que se opuso al yugo francés y que, en el siglo XIX, despabiló las resistencias emancipatorias y anticoloniales de toda una región. Para debatir hoy con propiedad sobre lo que sucede en Haití, es necesario tener al alcance una dosis de memoria histórica.
Pese a que actualmente existe un interés más amplio para denunciar las atrocidades perpetuadas por el racismo, el mundo sigue callando frente a la impunidad del neocolonialismo que explota los territorios, los cuerpos y empobrece las economías hasta convertirlas en sistemas sin autonomía y dependientes de la inversión extranjera. Para reducir los márgenes de pérdidas, la inversión extranjera se vale de los endeudamientos, a partir de los cuales dimensionan las posibles subdivisiones de las riquezas y las futuras estratificaciones sociales, teniendo como punto máximo de opresión el subdesarrollo. Walter Rodney, por ejemplo, concluía que el subdesarrollo es una cuestión estrictamente económica sin posibilidad de puntos de equilibrio, pues la explotación es una parte constitutiva del subdesarrollo. Resulta preciso analizar a detalle a qué nos referimos cuando hablamos de explotación: se trata de una estructura dirigida a la extinción, para ello, deshumaniza los cuerpos y las identidades mediante el debilitamiento del entorno, logrando dispersar y disminuir las densidades poblacionales y, así, hacer extensivo un proyecto de aniquilación racial.
Es válido y necesario alzar la voz ante el genocidio en Gaza. Es válido y necesario denunciar cómo las minerías industriales están sobreexplotando los suelos en República del Congo, pero, también es válido, necesario y urgente extender una solidaridad racial frente a la rapacidad intervencionista que ha sumido a Haití en un estancamiento económico que ha impedido el desarrollo una nación con autonomía.
Narrativas del dolor: el sutil encanto de la deshumanización.
Basta colocar la palabra Haití en cualquier buscador para comprobar que todos los titulares de prensa se valen de la revictimización para abordar las tensiones políticas que están aconteciendo en la isla: colapso, crisis, infierno, sobrevivencia, ola de violencia y, la más reciente, canibalismo. Todas estas palabras acompañan reportajes que secundan la idea de que Haití es un país necesitado de ayuda internacional, un país en condición de minusvalía política, incapaz de establecer una suerte de punto cardinal que augure mejorías a largo plazo. El engrosamiento del imaginario miserabilista es un síntoma de la impunidad histórica, porque mientras la atención se centra en el dolor y en la proliferación de la angustia y el miedo social, las causas estructurales de la desigualdad se mantienen intactas. Se dice, por ejemplo, que la escasez de los recursos naturales y el limitado acceso al agua potable agudizan la “fragilidad económica” del país, pero, nada se dice sobre cómo empresas como la Barrick Gold han extendido proyectos mineros en la zona fronteriza entre Haití y República Dominicana, ocasionando no sólo el desplazamiento forzado de comunidades enteras, sino también causando daños a la salud por las altas demandas de agua que implica la explotación de recursos minerales metálicos. Tampoco es casualidad que se ignore la actuación de la compañía Newmont tras el terremoto del 2010, donde consiguió varias licitaciones para realizar exploraciones de oro en el norte de Haití.
Por otra parte, “los grupos pandilleros” son un eufemismo que reproduce ideas estigmatizantes sobre la violencia y la racialidad. Sirve como una pantalla para ocultar las injerencias de Europa y Estados Unidos en la orquestación de políticas de miedo mediante la activación de núcleos paramilitares que apaciguan las articulaciones populares, cumpliendo la función de ser un conducto a proyectos intervencionistas, dejando un impacto irreversible en las políticas de control, así como en el tráfico de armas.
Desde la política de los afectos, las narrativas del dolor promueven sentimientos de compasión y asistencia, y ese es el problema. Al ser emociones contingentes despolitizan la vulnerabilidad y traducen la violencia estructural en manifestaciones simbólicas del desprecio. Los usos discursivos del dolor son filtros por donde se cuelan los estereotipos raciales; el destierro como destino manifiesto, por poner un ejemplo.
En la destitución de las humanidades, el dolor se presenta como un sentimiento inherente a las personas que fueron sometidas por regímenes de brutalidad como la esclavitud. Y si es necesario asentarlo con mayor precisión debe enunciarse así: el dolor y el sufrimiento no son los únicos caminos para revelar la presencia y existencia de las personas negras.
Cuando el dolor es empleado como recurso narrativo, las individualidades y pertenencias culturales de las personas quedan expuestas a una violencia atmósferica minada de micro odios raciales, los cuales, perfilan las conductas fóbicas que naturalizan la aversión hacia cuerpos e identidades específicas. Las narrativas del dolor son contraprudecentes para el fomento de una cultura de respeto a la diversidad. La historia demuestra que los cuerpos negros sufrientes merecen caridad, lástima y asistencia antes que reparación del daño, justicia y dignificación.
La fiebre del oro: el desahucio climático de la isla
Un dato que va a sorprender a más de una persona: en el país más pobre de América Latina, entre las mortales fallas sísmicas se encuentran yacimientos de oro, cobre y plata. Quizá esto ayude a entender por qué de pronto Haití vuelve a estar en el centro del interés geopolítico de la región. La urgencia por imponer democracia es, en realidad, un mecanismo para proteger el expolio ilegal del territorio haitiano.
Dadas las condiciones geográficas de la isla, la extracción del oro solo podría ejecutarse con minería a cielo abierto. En términos de soberanía y bioculturalidad, estos proyectos significan la extinción de la agricultura y la propensión de enfermedades letales. Así pues, a la luz de una lectura crítica, la explotación de recursos naturales es un remanente de las ideas eugenésicas. Dicho de otro modo, los proyectos extractivistas son dispositivos por donde circulan ideales sobre aniquilamiento racial.
Al erosionar los territorios, los sentidos de comunalidad se debilitan provocando la subordinación frente a las jerarquías estipuladas por el dominio y tenencia de la tierra.
En el 2020, un mes antes de declararse la emergencia sanitaria, organizaciones como Kolektif Jistis Min (KJM)-Haití y la Coalición Ambiental del Noroeste (COANOR)-RD Centro Montalvo-RD, declararon durante el Foro “Minería y cambio climático en Haití- República Dominicana”:
«Que la megaminería ha creado daños socioambientales irreparables en República Dominicana y Haití. Este modelo extractivista violenta los derechos fundamentales de las comunidades y los territorios. Ahora pretende extenderse sobre fuentes hídricas de alta importancia para la agricultura, la energía y la vida en la isla, como es el rio Artibonito, y con él, todos los ríos que nacen en la Cordillera Central dominicana y el Plateau Central haitiano, que son claves para el desarrollo social y económico de nuestros pueblos. Esta amenaza igualmente, acelera el proceso de descomposición social que de nuestros pueblos y afecta la seguridad y la soberanía alimentaria. Esta situación genera incertidumbre frente a la biodiversidad y a todo el sistema de áreas protegidas y el patrimonio cultural que es parte integrante de la memoria histórica de los pueblos que compartimos la isla (…) Denunciamos que la megaminería genera descomposición social y territorial, utiliza recursos económicos como mecanismos de manipulación contra las estructuras organizativas locales, creando falsas esperanzas de desarrollo a través de construcción de infraestructuras comunitarias y proyectos de fomento productivo intrascendentes que no generan desarrollo humano.«
Si algo hay que entender es que la primera década del siglo XXI fue decisiva para la administración económica de Haití, y los dos momentos claves que lo explican son la crisis económica del 2008 y el terremoto de 2010. El colapso financiero del 2008 fortaleció los modelos de enriquecimeinto ilícito basados en la explotación de recursos naturales y en el 2010, tras dos años de exploración en la isla, la empresa Newmont forzó a que los campesinos haitianos de Jean-Rabel firmaran un documento de cesión de derechos de tenencia de la tierra. Con la ayuda de la injerencia internacional esto pasó de largo, pues incluso los planes de rehabilitación económica plantearon el impulso del sector minero. El impacto ambiental además de irreversible, es claramente afín con la puesta en marcha de micropolíticas segregacionistas donde la raza y la clase son determinantes.
Haití no necesita la intervención de ningún país, tampoco que representantes de otros países se congreguen para planear estrategias de ocupación. Lo que sí necesita es que su autonomía sea respetada y que el derecho internacional no sólo reconozca, sino que sancione las graves violaciones a los derechos humanos que se han dado en el marco de las “ayudas humanitarias”, necesita pues, que sus complejidades políticas sean leídas a la luz de los bloqueos imperialistas para entonces desprenderse del oprobioso apellido “el país más pobre de América Latina”.
Economía política de la guerra: empobrecer, desplazar y criminalizar.
Cuando las protestas en Haití comenzaron a poner en relieve la ingobernabilidad del estado haitiano, la primera estrategia para justificar una intervención fue dinamizar el relato peyorativo y estigmatizante. El canibalismo, entonces, apareció como un comodín para encubrir la negligencia internacional frente a las graves violaciones de derechos que son consecuencia de la evolución de conflictos.
La narrativa del canibalismo es una estrategia de desvinculación política. Me explico: cuando las protestas en Haití comenzaron a tener una presencia más fuerte en el espacio público, fue cuestión de tiempo para que la figura de Jimmy “Barbecue” Chérizer apareciera. Sobre él, la prensa internacional se centró en destacar tres cosas: 1. Que era uno de los líderes pandilleros más poderosos del país 2. Que era conocido por su frivolidad y sus tácticas crueles y 3. Que estaba dispuesto a cometer un genocidio si el mandatario Ariel Henry no dimitía. Fue presentado como un hombre extremadamente peligroso, un sicario y un enemigo de la democracia y la paz en Haití. Y aunque los antecedentes de Chérizier comprueban que, en efecto, ha estado involucrado en misiones de amedrantamiento contra la población civil haitiana, también es cierto que no es el único y que no ha actuado con completa independencia. Tanto la aparición pública como las declaraciones de Chérizier, fueron tremendamente oportunas para catapultar planes de securitización nacional.
No es un hecho fortuito que en Haití algunas pandillas estén compuestas por desertores de la milicia, esto es parte de una política de control territorial orquestada desde el norte global. Por esta razón, las pandillas deben dejar de ser entendidas como meros índices de criminalidad, pues al hacerlo, racializamos la pobreza y la violencia. Las pandillas han funcionado como estrategias de disuasión política.
En el 2018, luego de que se diera a conocer un desfalco de 4.200 millones de dólares de dinero de Petro Caribe que, entre otras cosas, provocó un aumento desmedido en los precios de los combustibles (un 49% en el precio de la gasolina, 40% en el diesel y más de un 50% en el queroseno), algunos vecindarios de Puerto Príncipe organizaron protestas contra el entonces presidente Jovenel Moïse, solicitando su renuncia y demandando un esclarecimiento sobre los fondos de Petro Caribe.
Lasalin, además, era bien conocido por su oposición al régimen de Jovenel Moïse, de manera que en el 2018 la masacre que dejó un saldo estimado de 70 personas asesinadas, fue parte de un plan de contingencia perpetrado desde el norte global. Existen investigaciones internacionales que comprueban cómo Estados Unidos proporcionó armamento militar y uniformes para los cuerpos que ejecutarían la masacre. “Las pandillas” son grupos paramilitares que trabajan en coordinación con el estado haitiano para desalentar los núcleos de oposición y de bases comunitarias mediante el castigo social y el asedio armado.
¿Cuándo se responsabilizará a Estados Unidos por su papel en la masacre de Lasalin? Estados Unidos respaldó y financió al régimen del presidente Jovenel Moïse en Haití, mientras que dos de sus altos funcionarios planearon la masacre, en la que al menos 71 personas murieron. Estados Unidos entrenó y equipó a la Policía Nacional de Haití mientras uno de los policías planificó y ayudó a liderar esta masacre, en la que las personas fueron quemadas vivas, asesinadas a cuchilladas, desmembradas y dadas de alimento a los animales. (SOAWatch, 2020. Recuperado de https://soaw.org/lamasacre-de-lasalin-en-haiti)
Haití no es un país pobre, es un país que ha sido empobrecido por los intereses geopolíticos del norte global. Las personas haitianas no huyen de su país, son desplazadas por los saqueos territoriales. Las “pandillas” no perpetran asaltos contra civiles, son grupos paramilitares que actúan en total coordinación con las más altas esferas de poder. No hay crisis de violencia sino una economía política de la guerra que pugna por la desaceleración económica mientras criminaliza las luchas por el acceso a la justicia y una vida digna. Hay que repetirlo las veces que sean necesarias: Haití es mucho más que violencia y empobrecimiento.
Una reflexión de Ana Hurtado