Cuando comienzo a andar por los caminos montañosos, pienso en mis ancestrxs. En esa carretera larga y ahuecada, que conduce a María La Baja – mi lugar de nacimiento – aparecen en mi mente descansada, ida, variedades de preguntas. Siempre sucede lo mismo, cuando voy y cuando regreso.
Justo cuando el tráfico de la ciudad queda atrás, con sus edificios gigantescos, y voy cruzando esa otra orilla que divide el campo de la ciudad, pienso en mis ancestrxs. En la agonía desesperante de encontrar un lugar para refugiarse del castigo y la muerte de la Corona Española, un sitio donde reposar en la huida, un espacio lejos de Cartagena que llamaron Palenque, ese lugar de lucha donde, por fin, pudieron rememorar la memoria húmeda de África, donde pudieron llorar libremente, y dar gritos porque estaban del otro lado extraño, que llamaban América.
Esa empalizada donde creció levemente nuestra Herencia Africana, y en cada paso, con el cimarronaje, con la organización en la resistencia, con el tambor que resonaba a sur y norte entre los Palenques, anunciando que el colonizador llegaba o que alguien había partido al otro mundo, fue entregada nuestra herencia, porque las mujeres en sus cabezas llevaban semillas, en sus hebras negras dibujaban el camino de ida y regreso, el escape, pedían a Yemayá, a Ochún, Obatalá, a Elegguá y a los Orichas por sus libertades que fueron encadenadas en cada sol, pero que, poco a poco fueron interrumpidas para siempre.
Andando por la carretera ahuecada, y mirando el cerro de la montaña de frente, pienso en sus pasos, y me pregunto, ¿Cómo hicieron para romper el monte, y adentrarse en lo profundo, y alejarse del castigo blanco? Maria La Baja, que se formó inicialmente como un Palenque, a 75 kilómetros de la ciudad, San Basilio de Palenque, a 65 kilómetros del puerto de esclavizadxs en América, Cartagena, y hoy, en esos kilómetros, que hace 500 años mis ancestrxs midieron en una distancia interminable, agonizada, esos mismos, los recorro yo, en bus, porque a pie se me va el espíritu.
Por eso, y en repetidas ocasiones, más allá de la razón y las libertades con las que contamos sus hijxs Afrodescendientes, de esa semilla negra que floreció en América, tengo la sensación, y la siento en todo mi cuerpo, y mi interior espiritual, que el corazón de la herencia ancestral – y sin caer en romanticismos- se nos es entregada al nacer, quizás en el primer llanto que despierta los mares o cuando nuestros huesos comienzan a crecer o desde el momento que nuestro cordón umbilical es cortado, y enterrado en la tierra o en el tronco de un árbol que va secando la fisura de nuestro ombligo, en la medida que él también va cerrando su herida.
Es ahí, o en otros momentos, donde se nos entrega un pedazo del pasado en silencio, es en ese instante, en que la herencia africana vive dentro de nosotrxs, en lo profundo de nuestro ser Afrodescendiente, que apenas y llegamos a notarlo, pero se refleja en ese continuar que nos mueve permanentemente, en ese estar aquí, del otro lado, luchando y riendo en la cotidianidad que atraviesa nuestros días.
Nuestra herencia africana se pasea por todo el Caribe, por cada rincón de este mundo que crece adolorido. Nuestras formas de ser, el color de la piel que nos arropa hasta el alma, la palma de nuestras manos, nuestra historia, nuestros cantos y bailes, nuestras prácticas culturales que vienen de la memoria, y que son reproducidas en la memoria colectiva de nuestro territorio, y que además, se convierten en parte constitutiva de nuestro de ser Afrodescendiente, en una identidad cultural negra, que nos acompaña siempre, y que nos hace ser quien somos, aquí y allá en la diversidad que existe, y que nos permite existir en ella con todos los saberes ancestrales, memoriales que nos forman hoy.
Porque a pesar, de que en el Caribe colorido, salado y caliente, en el mundo sufrido que camina en la dominación de la sombra del blanco, existan retazos del pasado y del racismo, del prejuicio, del color que surgieron en la colonización, con ese invento de la raza, hoy los hijxs de quienes fueron esclavizadxs siguen caminando por ese sendero de libertad que nuestros ancestrxs consiguieron, por eso, nuestra herencia es quien nos permite vivir como vivimos hoy, nos permite saber, quienes somos, de dónde venimos, y para donde vamos, aunque a veces estemos perdidxs.
Es también una razón del existir, en el canto, en la Medicina Ancestral y en todas esas prácticas culturales identitarias y memoriales mínimas y amplias que utilizamos hoy, pero que sabemos, que si las hacemos y existimos con ella, es gracias a las luchas y triunfos del pasado de quienes lucharon.
No para darnos una herencia diferente, sino para darnos esto que vemos, que hablamos, que sentimos y que tenemos incrustado en una parte invisible, pero sentida de nuestro ser, que nos hace – y de distintas maneras – seguir abriendo el camino para aquellxs que están por nacer, y que apenas empiezan a crecer, porque así, como nos fue entregada nuestra herencia Africana, en una mañana o noche, nosotrxs también debemos entregarla en el futuro que se hace hoy, y es un trabajo que parte desde la memoria húmeda de África, desde el sentir Afrodescendiente, desde la herencia africana, desde la descendencia que nos mira hoy, desde la herencia ancestral que nos acompañará hasta el último día, cuando llegue la muerte.
Finalmente, al llegar a Maria La Baja, siento que todo en mi vida – y hasta corporalmente- se encuentra ordenado, aunque no lo esté. Siento un acomodo cuando llegó a la Cruz del Viso, que da forma a cuatro caminos que te llevan a diferentes Palenques, y pienso: aquí o allá, decidieron una vez mis ancetrxs encontrarse y despedirse un día o una noche en la memoria.
Por eso, para esta fecha, que entre tantas cosas, nos recuerda nuestra historia, el pasado de donde venimos, y la herencia que nos entregaron, yo solo escribo estas palabras: que nuestrxs dioses nos sigan abriendo el camino, que nos regalen siempre la claridad del cimarronaje y que el legado de la libertad corra, hasta que no consiga nunca un lugar donde quedarse.
Un texto de Betty Zambrano