Según explica Lélia González en su texto La categoría político-cultural de amefricanidad, el racismo como estrategia de control utilizada por los países europeos en sus colonias presenta, por lo menos, dos caras: racismo abierto y racismo velado o por denegación.
En el caso del racismo abierto, que era [es, aún hoy] común a las sociedades anglosajonas, una persona era clasificada como “negra” a partir de tener “sangre negra en las venas”, por lo que el mestizaje era impensable: “la única solución, asumida de manera explícita como la más coherente (…) [era] la segregación de los grupos no blancos”.
En contraste, en las sociedades que soportaron la dominación luso-española, ha prevalecido, principalmente, un racismo velado o por denegación, donde imperan “las ‘teorías’ del mestizaje, de la asimilación y de la ‘democracia racial’”. Se trata de un racismo sofisticado donde existe una afirmación oficial vacía de una igualdad ante la ley que en realidad encubre una “ideología de blanqueamiento” que “reproduce y perpetúa la creencia de que las clasificaciones y los valores del Occidente blanco son los únicos verdaderos y universales”.
El racismo velado es entonces un mecanismo complejo de dominación, donde al mismo tiempo se produce, desde la colonialidad, un deseo social y políticamente compartido de emblanquecer o “limpiar la sangre” (es decir, existe un reconocimiento implícito de que la estratificación social sobre la base de la invención de la raza existe) que es internalizado por los propios sujetos racializados; a la vez que en el discurso sociopolítico se niega que la construcción social de raza y los procesos de racialización existan, y que constituyan en sí mismos formas de dominación -injustas y antidemocráticas, por supuesto- desde las élites -blancas y eurocentradas- hacia las personas afrodescendientes.
Entender estas diferencias resulta clave porque, si las manifestaciones del racismo en ambas zonas del mundo son distintas; entonces, las respuestas frente a ellas no pueden ser iguales. Cuando hablamos de nociones como antirracismo, políticas antirracistas y resistencias negras, hemos de considerar que no implican lo mismo según los territorios respecto de los cuales las enunciamos. Si pensamos en Améfrica Ladina –que es como González prefiere denominar a esta región del mundo–, el racismo velado hace particularmente complicado poder construir resistencias efectivas desde la política y los activismos; porque aquí impera el discurso según el cual “todes somos mestices; ergo, las diferencias raciales no existen”. Si las diferencias raciales no existen –se piensa– entonces el racismo no es un problema que requiere ser antendido.
Como explica González, esta forma de racismo prevalente en los territorios que propone denominar como Améfrica Ladina, hace particularmente complicado para las personas negras la construcción de una identidad racial sólida, lo que al mismo tiempo resulta problemático para la construcción de resistencias consolidadas que permitan preservar los vínculos histórico-culturales con nuestra africanidad, así como articularnos políticamente para reclamar el reconocimiento de nuestra presencia, nuestros aportes y nuestras luchas en esta región del mundo.
La ideología del blanqueamiento extensamente internalizada inclina a las personas racializadas a preferir identificarse como personas mestizas o blancas, lo cual tiene por efecto la invalidación/anulación sociopolítica de las identidades étnico-raciales.
Esto no sólo tiene un impacto a nivel cultural, sino en el plano de las políticas públicas y de acceso a derechos. La escasa auto-identificación étnica en los censos nacionales deriva en la escasez de datos para identificar la discriminación estructural contra las personas afrodescendientes, la cual, a su vez, es empleada como justificación para no adoptar medidas jurídico-institucionales para revertir la exclusión que soportan.
El racismo por denegación es entonces un mecanismo perverso que tiene por efecto que las mismas personas oprimidas por las estructuras raciales contribuyan a mantener funcionando ese sistema de dominación.
Precisamente por esas razones, González nos invita a renombrar(nos). Términos como “afroamericano” y “América” tienden a reducir el entendimiento de lo afro a las personas negras de Estados Unidos y excluye las realidades de otras latitudes como América del Sur, del Centro, Insular; a la vez que considera al Caribe, lugar con una riquísima presencia afrodescendiente, como algo separado. Para González, esto es profundamente problemático porque “¿cómo podremos alcanzar una conciencia efectiva de nosotros mismos como descendientes de africanos si permanecemos prisioneros ‘atrapados en el lenguaje racista’?”.
Visibilizar(nos) mediante un lenguaje que devele las opresiones ocultas tras la ideología del mestizaje y de la democracia racial es también una potente forma de resistencia. Como explica la autora, “[m]ás allá de su carácter puramente geográfico, la categoría amefricanidad incorpora todo un proceso histórico de intensa dinámica cultural (adaptación, resistencia, reinterpretación de nuevas formas que es afrocentrada”; y eso, a su vez, “nos lleva hacia la construcción de una identidad étnica”.
Así, emplear el término amefricanismo es resistir lingüística y epistémicamente frente a la negación de nuestra existencia y de la dominación/exclusión/subyugación racista que las personas afrodesdendientes hemos soportado en esta región del mundo; pero no sólo eso, si no que es también, en palabras de Molefi Keti Asante, citada por Gonzalez, una “ideología de liberación” que encuentra “su experiencia en nosotros mismos”, que no es “impuesta por otros”, sino que se deriva de “nuestra experiencia histórica y cultural particular”.
Corresponde reconocer, además, que, en estas resistencias, las mujeres amefricanas y amerindias desarrollan un rol central; porque su forma de entender las opresiones parte del reconocimiento de que la estructura de dominación colonial de la raza no opera sola, sino que se interseca y retroalimenta imbricadamente con las categorías de clase y género, también traídas con la colonia.
Los feminismos de la región realizan el aporte invaluable de resistir y activar desde el entendimiento de que es necesario luchar contra estas estructuras de dominación de manera articulada, porque sólo hasta derribarlas todas será posible hablar de una Améfrica Ladina verdaderamente decolonizada.
Una reflexión de Kerli Solari