La solidaridad vino desde abajo

A Paola Then y a todo el clan del Coolmado.

Han pasado cuatro años y las promesas de un mundo mejor se disolvieron. Lo recuerdo bien, durante las primeras semanas del confinamiento se auguraba que, después de este evento canónico, la humanidad sería otra. ¡Vaya que lo fue! Aprendimos a convivir con los estragos del encierro, de las manías obsesivas y los performances del miedo. Éramos como seres recién nacidos descubriendo un entorno aislado y enfermo, así también fue nuestra inmersión con el nuevo modelo de convivencia, lo híbrido. Fuimos capaces de continuar con el ritmo que el capitalismo exige: concluir estudios, acceder a trabajos, en fin, aprendimos a navegar el exterior desde la reclusión. Sobrevivimos. 

Estando de este lado y pasado ese tiempo, parte de nuestra justicia racial tiene que ver con no olvidar la negligencia de los estados, porque como consecuencia de un racismo estructural, muchas personas fueron arrojadas a su suerte, o a la muerte, mejor dicho. ¡Cómo olvidar! No habían pasado ni dos semanas de cuarentena, cuando diversos activistas del Améfrica Ladina advirtieron sobre el salvaje golpe que la desigualdad daría. El sufrimiento fue un fenómeno que iba en escalada. Primero, la nostalgia por el contacto, luego la angustia por la incertidumbre económica, después la desesperación por sentir que los días eran tan iguales, pudiendo descubrir que la eternidad no es tan poética como la pintan. La paradoja del mundo enfermo fue que el inicio de la cuarentena significó muchos retornos. Fue necesario volver a los núcleos familiares si había oportunidad de hacerlo. Lamentablemente yo no pude. Como consecuencia del abrupto cierre de fronteras y de la masiva cancelación de vuelos internacionales, quedé aislada en el sentido más figurativo. Estaba en Santo Domingo, República Dominicana, concluyendo unas labores académicas cuando la OMS declaró el inicio de la emergencia sanitaria a nivel internacional. 

El estado dominicano decretó medidas autoritarias, como toques de queda, clausura de establecimientos públicos, reducción de horarios para negocios locales, restricción del tránsito entre provincias, cierre de fronteras y deportaciones de personas haitianas. El primer decreto sobre este plan de contingencia fue el 135-20, en el cual se establecía el horario para el toque de queda, 8:00 pm a 6:00 am y la prohibición para que los sistemas de transporte público pudieran circular. El virus se propagaba con agilidad, en 6 días los 72 casos por COVID-19 registrados se triplicaron, de manera que para el 26 de marzo del 2020 había 319 casos nuevos. En esa segunda semana de cuarentena el decreto 135-20 fue modificado para extender el horario de toque de queda a partir de las 5:00 pm y hasta las 6:00 am del día siguiente.

El 29 de abril del 2020, el Directorio Ejecutivo del Fondo Monetario Internacional aprobó una solicitud de préstamo para República Dominicana por la cantidad de 610 millones de dólares como ayuda financiera de emergencia. Paralelamente, diversas empresas del sector privado realizaban donaciones que iban desde lo 9,000 USD hasta los 500, 000 USD para detectar y prevenir la expansión del COVID-19. Después llegaron los primeros planes de asistencia social mediante el programa #QuedateEnCasa que consistía  en proporcionar la tarjeta solidaridad, cuyo fondo era de aproximadamente 100 USD por familia. Sin embargo, no todes podían acceder a este apoyo. Había que registrarse en una página y esperar a que sus solicitudes fueran aprobadas. Desde luego, las personas en condición migratoria irregular no podía siquiera aspirar a dicho subsidio, entiéndase un alto porcentaje de nacionaliodad haitiana, venezolana, y demás migrantes que trabajan un chingo en la economía informal.

También reparten unas canastas básicas bien escuetas que son entregadas a la 1 o 2 de la mañana. Si, en horario del toque de queda y cuando probablemente pocos saldrán a recibirla.

Se otorgaron despensas y tarjetas para comprar productos básicos de la canasta. El monto de dichas tarjetas no era suficiente para asegurar una buena alimentación, pues en pocas horas, los precios habían encarecido. Como siempre, el estado hizo gala de su ineptitud. Bares, antros, colmados y restaurantes no sólo son sitios de dispersión, también representan las fuentes de trabajo para personas que no cuentan con una situación migratoria regular: venezolanes, haitianes y colombianes, principalmente. 

Igual que cuando uno apaga las luces de un sitio para marcar el fin de una jornada, así mismo se apagaron las luces de los negocios, esta vez de forma indefinida. Las bachatas que solían amenizar los colmados fueron sustituidas por la transmisión continua de noticieros donde a toda hora se escuchaba hablar sobre la enfermedad, los contagios y, desde luego, la muerte. 

Un nuevo nivel de desesperación había sido desbloqueado. De pronto, la sordidez del espacio tan lleno de rumba se convirtió en un gran hoyo negro donde desfilaban angustias y desposesiones de todo tipo: pagar el alquiler, comprar lo necesario para subsistir, acatar los toques de queda para evitar ser reprendidos por las patrullas de la Policía Nacional, gastar lo mínimo necesario para que el dinero alcanzara, por lo menos hasta que a la certidumbre se le ocurriera volver a asomar la cabeza por aquellas calles. ¿Quiénes, quiénes realmente podían acatar la consigna del #QuédateEnCasa? Si la vida continuaba mientras el dinero y el trabajo escaseaban brutalmente. 

A oídos, publicaciones en Instagram y mensajes de WhatsApp comenzamos a saber de familias y personas que no podrían acceder a las tarjetas de ayuda que el gobierno daría. La respuesta fue rápida y simple: entre personas conocidas consultamos las posibilidades de ayuda. Determinamos que, dadas las circunstancias de la cuarentena, lo que estaba a nuestro alcance era una acción de respuesta emergente. 

Convocamos a una colecta de dinero. Con lo recaudado fuimos a un supermercado, luciendo nuestros atuendos apocalípticos que consistían en guantes de látex, mascarillas y dotaciones de gel antibacterial. Arroz, habichuelas, leche, papel de baño, latas de sardinas y algunos artículos de aseo personal fueron nuestras contribuciones para armar pequeñas despensas. En la esquina de la calle Sánchez con Mercedes, en el Coolmado, un reducido grupo de jevas y uno que otro compañero, nos dimos cita para empacar y organizar aquellas canastas básicas. No fuimos las únicas, antes y después de nosotras, hubo más personas que acuerparon la iniciativa de distribuir recursos. 

Especialmente, hubo un día en que, junto con una amiga, sentimos una impotencia terrible. Nos dimos cuenta de que un Supermercado de la Zona tiraba grandes cantidades de pan y comida debido a que las medidas de contingencia sanitaria habían modificado la demanda. Quisimos llegar a un acuerdo con la persona encargada de desechar aquellos alimentos y, tristemente, obtuvimos una negativa. No teníamos dinero para pagar por esa comida, así que intentamos convencerlo de que antes de vaciar todos esos víveres a los contenderos de basura, nos permitiera recuperar los vegetales, frutas, panes y otros alimentos que estuvieran menos dañados. Se justificó diciendo que no podía regalar nada de eso, porque el control de sanidad casi le exigía que deshiciera de eso. Mi amiga y yo regresamos muy decepcionadas hacia el Parque Duarte de la Zona Colonial. Compartíamos la rabia de pensar en que era muy injusto que se desperdiciaran esas cantidades de comida cuando había familias que estaban viviendo al día, endeudándose en los colmados para pedir fiados panes de agua, galletas y huevos para apenas pasar el día, porque si bien abrir cuentas para pagar después estaba ayudando a sobrellevar el encierro, era previsible que con tantas restricciones para que los negocios operaran con normalidad, el pago de las deudas sería complicado.

En otro Parque, en el Enriquillo, muy cerca de la Avenida Duarte con París, una iglesia cristiana repartía comida por las tardes. Mientras las calles de la Zona Colonial se revestían de ausencias colosales, en el Parque Enriquillo deambulaban trabajadoras sexuales, personas en situación de calle y migrantes que salían a buscarse la vida con las medidas sanitarias que estaban a su alcance. Del común ajetreo donde las bocinas de los distintos negocios vociferaban promociones de chips para celular, electrodomésticos, prendas de 3 x 500, o botellas de agua, quedaron solo las mujeres que colocaban pestañas postizas y tatuaban cejas con henna en banquitos de plástico; mujeres que mostraban los paquetes de extensiones de cabello para ofrecer servicios de trenzado; algunos hombres que vendían mascarillas de tela a precios exorbitantes y algunes otres que, simplemente, deambulaban por las calles sin un norte claro. La incertidumbre nos abrazaba de formas distintas, aunque específicamente en ese lugar, parecía hacerlo a punto de sofoco. 

La paradoja agridulce de la vida funcionaba así: la vida social de un mundo que comenzaba a enfermarse necesitaba detenerse por completo. Frenar en seco. Se sintió como el mayor ultrajo. Nada valía más que la vida y, sin embargo, había tantas en peligro porque el encierro, ¡vaya que fue un lujo! Y si acaso los recuerdos de aquellos días apocalípticos han comenzado a desvanecerse, quiero obligarme a recordar, tal vez como convicción que como mantra, que la solidaridad vino desde abajo. Y así ha sido siempre. Por los siglos de los siglos.

Una reflexión de Ana Hurtado

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