Sobre la importancia de tener nuestras propias referentas y tejer nuestras propias historias
Tras la masificación de los feminismos en América Latina y el Caribe, impulsada principalmente por las luchas en la despenalización del aborto y la visibilización de las violencias machistas con movimientos como el Ni Una Menos o el #MeToo, se ha fortalecido también la puesta en valor por los feminismos negros y los enormes aportes teóricos y prácticos que desde este frente de los feminismos, han servido para examinar y considerar no sólo las violencias que atravesamos las mujeres negras, sino muchas y muches otres que así como nosotras han sido históricamente excluides y apartades de un movimiento que aunque se nombre como plural y ahora interseccional, sigue priorizando las experiencias de cierto grupo de mujeres a la hora de plantear y organizar una agenda en común a escala global.
En este sentido, la valorización y el reconocimiento de los feminismos negros en América Latina y el Caribe por parte del feminismo hegemónico, ha estado también profundamente atravesado por el extractivismo epistémico a nuestras herramientas conceptuales -muchas veces desligando la centralidad de la raza en estas producciones- y por otra cuestión que aunque aparentemente es más inofensiva, responde también a asimetrías de poder -en este caso respecto a las relaciones entre Norte y Sur Global- que imposibilitan el que se llame la atención sobre nuestras realidades específicas y nuestros diversidades puntuales, como mujeres cisgénero y personas negras trans en América Latina y el Caribe.
Esta cuestión que subrayo corresponde a la centralidad de los feminismos negros estadounidenses en nuestra región y a cómo la exaltación del trabajo y las luchas llevadas a cabo por nuestras hermanas estadounidenses, no sólo han disipado las contribuciones de feministas negras en nuestra región, sino que han omitido nuestras diferencias como subjetividades atravesadas por el racismo, el sexismo y las desigualdades estructurales dadas por nuestra geolocalización.
Esta coyuntura también es perjudicial a la hora de comprender cómo opera el racismo y puntualmente la anti-negritud en cada uno de nuestros territorios pues, aunque desde luego el racismo esté presente en cada una de las esferas de nuestra vida como personas negras sin importar nuestra ubicación, ni las jerarquías raciales que clasifican a los cuerpos y los producen como privilegiados u oprimidos son las mismas, así como tampoco lo son -pese a las similitudes que puedan encontrarse- los dispositivos que siguen produciendo nuestras vidas como descartables y subalternas.
Claramente, este panorama no pretende negar el legado de los feminismos negros estadounidenses o de los feminismos negros gestados desde el Norte Global, sino que representa una apuesta por desarticular la centralidad de las teorías feministas que aún en movimientos como el nuestro, acaban reproduciendo y legitimando lógicas dispares respecto a quiénes y qué saberes son puestos en valor.
Es por esto que en el marco de un escenario como este, figuras como Marielle Franco y Francia Márquez cobran tanto valor, pues su apuesta política y su trayectoria no sólo responde a su rol como funcionarias del Estado, sino principalmente a su papel como activistas, defensoras de derechos humanos y lideresas en sus comunidades que incluso antes de ocupar cargos públicos, encaminaron su lucha y sus batallas a la defensa de quienes como ellas se vieron vulnerades por el sexismo, el racismo y el clasismo (en el caso de Marielle también el lgbtodio, mientras que en el de Francia de aquelles que sufrieron la violencia del conflicto armado colombiano).
Siguiendo esta línea, me parece interesante recorrer las figuras de Marielle y Francia desde distintos puntos de encuentro en su trayectoria como militantes de los feminismos negros y en su consolidación como símbolos de la lucha feminista y antirracista en América Latina y el Caribe y estos puntos son: la interseccionalidad como marco de referencia en sus luchas, la particularidad de cada uno de sus contextos locales en términos de comprensión de la raza y el racismo, su incidencia en los movimientos negros a nivel local, regional y global y su comprensión de la política como un medio para transformar la realidad de aquelles por quienes luchan o lucharon y no como un fin en sí mismo.
Además, en el caso de Francia, considero fundamental articular su reapropiación de la filosofía africana del Ubuntu en su apuesta política que lejos de ser un eslogan de campaña, encierra sus modos de comprender lo político y de encaminar nuestras relaciones con otres.
La interseccionalidad como marco de referencia en las luchas de Marielle y Francia
La interseccionalidad como concepto fue referenciada en 1989 por la abogada afroestadounidense Kimberlé Crenshaw, quien tras analizar un caso de discriminación laboral en la empresa General Motors a una mujer negra, encontró que su situación de vulnerabilidad atravesada por el sexismo y el racismo, lejos de manifestar una suma de ambas opresiones -es decir una perspectiva aditiva de estas desigualdades- respondía a un fenómeno mucho más complejo, que tenía que ver con la invisibilidad jurídica de las múltiples dimensiones de opresión experimentadas por las mujeres negras. Si bien el propósito de Kimberlé Crenshaw nunca fue elaborar una teoría general de la opresión, que es el modo en que se comprende la interseccionalidad ahora, su conceptualización del término y su consolidación como recurso hermenéutico dentro de los feminismos negros, han servido como punto de partida para dar lugar a distintos aportes interdisciplinarios respecto a esta noción, que justamente han asentado su uso más allá de lo jurídico y han permitido su comprensión y su potencialidad en el marco no sólo de los feminismos, sino de otros movimientos sociales.
No obstante, pueden encontrarse varias menciones a lo que hoy nombramos interseccionalidad mucho antes de 1989, aunque precisamente aquellas que se resaltan más seguido responden también a aportes desde el Norte Global, como es en el caso del manifiesto del río Combahee y del discurso ¿Acaso no soy una mujer? de Sojourner Truth, que aun cuando son discursos y narrativas emblemáticas de los afrofeminismos, corresponden nuevamente a un contexto local en particular que es el estadounidense, mientras que contribuciones similares como la de Lélia Gonzalez en Brasil y su exposición respecto a la teoría de la triada de opresiones (sexismo, racismo y clasismo) en 1960, suelen ser omitidos a la hora de citar los aportes anteriores a Crenshaw.
Aun así y pese al desconocimiento de la interseccionalidad como conceptualización, las luchas de las mujeres negras en América Latina y el Caribe siempre han estado atravesadas por esa comprensión imbricada de los sistemas de dominación.
El abandono estatal y el empobrecimiento en regiones mayoritariamente negras, así como la ausencia de garantías para la vida en los territorios de nuestros pueblos han sido un denominador común tanto en Colombia como en Brasil, generando no solamente que la mayoría de las personas negras se vean afectadas por el racismo y por el clasismo, sino que literalmente persiste la racialización de la clase como principio del orden social en estas naciones.
La criminalización de los pueblos negros, han sido otro punto determinante en la producción de nuestras vidas como cuerpos de los que puede prescindirse sin ningún tipo de culpa o remordimiento. Por ejemplo, en el caso de Colombia además del racismo, el sexismo, y el clasismo, muchas de las mujeres negras han sido víctimas del conflicto armado, evidenciando así justamente como en este contexto particular no sólo persiste la racialización de la clase sino también, la racialización del conflicto.
Algo similar ocurre en Brasil respecto a la militarización de las favelas y a la mayoría de las víctimas por violencia policial, donde nuevamente se revela como el empobrecimiento y la negación de garantías para la vida a nuestras comunidades, no son el único dispositivo coexistente para producir nuestras vidas como menos valiosas.
Así mismo, la persecución a líderes y lideresas sociales tanto en Colombia como en Brasil y la ineficacia del estado en asegurar su protección -o incluso su alianza con los actores que perpetúan estas amenazas y/o asesinatos- dan cuenta de cómo las experiencias de las mujeres negras que deciden organizarse y resistir a la violencia estructural, se ven implicadas por vulneraciones específicas de sus realidades locales que en efecto ocasionan desigualdades y abusos puntuales, que van más allá de la intersección entre género, raza y clase.
En el caso de Marielle, su condición como mujer negra, favelada y lesbiana, explicitó también como el heterosexismo juega un papel crucial en las relaciones de dominación y opresión, además de exhibir como las experiencias y realidades de las mujeres negras empobrecidas, que además no responden al régimen heterosexual, se ven no sólo vulneradas sino transformadas por la relación entre estas distintas estructuras.
Esto quiere decir que más allá del mero reconocimiento de la pluralidad de estas relaciones de poder, hay una interacción entre estos sistemas de dominación y opresión que produce experiencias diferenciales, en quienes se ven transversalmente afectades por estas categorías de diferencia.
Por otra parte, del mismo modo en que la figura de Marielle expone la interdependencia entre la opresión sexista, racista, clasista y heterosexual, su trayectoria como activista y lo que consolidó como su proyecto político, revelaron su entendimiento de las distintas violencias estructurales como mucho más allá que distintos frentes de lucha desde los que hay que articular, sino como un entramado que, a través de estas relaciones de privilegio y opresión se retroalimenta y se reproduce incesantemente y es por esto también que su nombre y su legado, lejos de representar un sector particular de los movimientos sociales, se han convertido en una insignia por la lucha contra todos los sistemas de dominación, que al fin y al cabo pertenecen a la misma matriz.
Respecto a Francia, su condición como mujer negra proveniente del Pacífico colombiano y las distintas desigualdades que tuvo que afrontar producto de esta localización, han construido su propuesta, su agenda y su manera de leer y comprender la política.
De hecho, el que su trayectoria como activista haya iniciado con procesos territoriales en su comunidad y no con adhesiones a espacios partidarios o bajo lógicas verticalistas, es una de las evidencias de como su trayectoria y la consolidación de su figura como un ícono del movimiento negro y los feminismos en la región, responde no a una cuestión de crecimiento individual y de aparente meritocracia, sino a la personificación de las luchas y las causas que han sacudido a la región y la han encausado a una nueva oleada de gobiernos populares y de obtención de derechos para los colectivos más vulnerables.
Siguiendo esta línea es importante hablar de la figura de Francia y de en qué manera se ha constituido como emblema de la negritud, de la lucha contra el patriarcado y contra las injusticias más enraizadas en nuestras sociedades, no solamente por su historia y su experiencia directa con esas distintas violencias estructurales, sino por como sus acciones y su discurso han sido coherentes con ese relato que ella encarna.
Por ejemplo, la metáfora de les nadies en su campaña expone resumidamente su comprensión del escenario político, donde son les desposeídes y les marginades quienes al final toman las riendas de las grandes transformaciones y pueden construir cambios tan significativos e inesperados como lo fue el triunfo de la izquierda en Colombia.
Siendo así, la relación entre la interseccionalidad entendida como teoría general de la opresión y la apuesta política de Francia Márquez Mina, es mucho más profunda y transversal de lo que puede obviarse simplemente por su lugar de enunciación.
Se trata de comprender efectivamente cómo los sectores y las regiones que han sido hiper vulneradas por el Estado, lo han sido porque se encuentran sumergidos en complejas y vastas redes de desigualdad que, de un modo muy preciso articulan y se nutren entre sí. Igualmente, esta manera de entender las injusticias y las divergencias en la producción de desigualdades por motivos de raza, género, clase, orientación sexual o identidad de género, discapacidad, etc., permiten un entendimiento más extenso e integral acerca de fenómenos sociales tan concretos y específicos de Colombia, como es toda la violencia estructural que sostuvo el conflicto armado durante tantas décadas.
Además, distinguir las experiencias diferenciales de mujeres, pueblos étnicos, personas LGBTIQ+ y comunidades rurales en el marco del postconflicto puede representar sin duda, una de las claves primordiales para impulsar a los movimientos sociales en Colombia, en un escenario exento de los miedos y las angustias que produjo la guerra.
En relación con ambos casos, el de Marielle y el de Francia, me llama especial atención como en ambas situaciones la comprensión de la interseccionalidad no puede desligarse ni de la identidad de ninguna de las dos, ni de las luchas y las consignas que ambas defienden y han defendido y especialmente, de lo que tanto una como la otra entienden por el quehacer político.
Evidentemente, aunque la interseccionalidad aparece como un común denominador en sus discursos, como una manera particular de comprender los distintos sistemas que se sustentan sobre la violencia estructural, la potencia de sus apuestas políticas está radicada en la dimensión práctica de sus relatos, en como aquellas narrativas sobre la desigualdad, la discriminación y los abusos, se hacen vivaces mediante sus acciones con los sectores que no sólo defienden, sino que además encarnan en primera persona.
De la misma manera, por el modo en que la identidad de ambas está mediada por la raza, el género y la clase y por cómo esto no significa un mero posicionamiento en estas estructuras en su caso, sino una reflexión y concientización sobre las relaciones de desigualdad que sustentan esas estructuras, hay lugar para mencionar los privilegios epistemológicos a la hora de comprender las distintas dimensiones, que constituyen estas relaciones de dominio.
Al mismo tiempo los contextos regionales en los que se posicionó la propuesta política de cada una de ellas y el cómo ese escenario también permeó sus comprensiones en materias de género, raza y clase, muestran las desemejanzas sustanciales en cuanto a equiparar por completo aquello planteado sobre los feminismos negros, desde el Norte Global.
Es decir, si las diversas formas y los distintos dispositivos que producen al racismo, el machismo y el clasismo en Colombia y en Brasil difieren en algunos puntos, es innegable sostener las disparidades en cuanto a las realidades de las mujeres negras planteadas desde el Sur y no desde el Norte Global.
Cabe aclarar que esto no representa desconocer la enorme riqueza de los feminismos negros estadounidenses y tampoco negar cómo las mujeres negras, nos vemos afectadas por la raza y el género mínimamente en ambos contextos, es un asunto por recordar como las realidades locales moldean y engendran también, no sólo otras maneras de legitimar y afirmar las desigualdades, sino además diferentes estrategias y puntos de partida para organizarnos y luchar contra ellas, o contra todas al final pues su matriz es la misma.
La comprensión de la raza en Brasil y en Colombia, frente a la consolidación de las figuras de Francia y Marielle en el movimiento negro y los afrofeminismos
Otro de los puntos determinantes por lo que es inviable trasponer idénticamente la teoría y la práctica de los feminismos negros estadounidenses con los latinoamericanos y caribeños, responde a la manera diferencial en que se percibe la raza en ambos contextos, lo que incluye tanto los modos en que se configuran las jerarquías raciales como la construcción de la blanquitud o de un grupo étnico privilegiado en esos escenarios específicos.
En este aspecto, aunque evidentemente ocurren diferencias esenciales en cada realidad local, vale subrayar las distinciones entre el racismo solapado -vinculado a las dinámicas en América Latina y el Caribe- respecto al racismo abierto -relacionado con las construcciones raciales en Norte América-, pues estas diferencias conforman elementos definitivos en cuanto a las manifestaciones del racismo en cada uno de estos lugares, así como también influyen en las estrategias puntuales para enfrentarlo.
En primer lugar, es fundamental definir en qué consisten tanto el racismo solapado como el racismo abierto y específicamente en qué se diferencian uno del otro, pues a pesar de que ambos responden a maneras distintas en cómo se instaura el racismo y en cierto sentido, tanto el uno como el otro justifican y defienden la supremacía blanca, son las formas en que se distingue la raza y se fabrican las identidades y jerarquías raciales, el factor decisivo que delimita estas diferenciaciones.
Concretamente, las manifestaciones del racismo solapado involucran las dinámicas raciales propias de América Latina y el Caribe, caracterizadas por la centralidad del mestizaje como discurso de supuesta integración cultural, que además incluye la negación de las desigualdades en los pueblos indígenas y negros, pues rechaza el vínculo entre mestizaje y blanqueamiento, así como también sustenta la identidad nacional en base a ese supuesto intercambio cultural entre quienes sufrieron la colonización y la ejercieron.
Esto significa que, aunque el mestizaje en realidad represente un proceso progresivo hacia la blanquitud mediante nociones y creencias populares como mejorar la raza, rara vez se asocia su afinidad con ideales supremacistas y con las aunque aparentemente antiguas, vigentes jerarquías raciales coloniales, esto pese a que literalmente su discurso esté sujeto bajo las mismas lógicas y dispositivos que siguen exaltando la blanquitud y despreciando lo negro o lo indígena, a menos que sea para instrumentalizar y apropiarse de sus elementos culturales a la hora de construir y demarcar la identidad nacional.
En tal sentido, aquello que distingue al racismo solapado del racismo abierto es la manera en que se percibe la blanquitud y en como mediante esa percepción, se tejen herramientas y mecanismos específicos para preservarla (tal como ocurre en cuanto al racismo abierto) o alcanzarla (como es el caso del racismo solapado).
Por ejemplo, mediante la llamada coloquialmente como regla de una gota instaurada en Estados Unidos para la clasificación racial de las personas, de acuerdo con su ascendencia en cuanto a su consideración como “personas de color” o no, más allá del fenotipo y la probable ambigüedad en cuanto a clasificaciones raciales, lo que está en el centro es si hay algún tipo de mezcla entre personas blancas y no blancas, esto significa que lo que está en juego es la pureza racial y es por esto que tampoco es factible mejorar la raza, pues contrario a distinguir el mestizaje como una oportunidad para blanquear lo negro o lo indígena, se le percibe como un método para ennegrecer o transformar en indígena lo blanco, situación que claramente atentaría contra la protección de la blanquitud y de la cultura blanca, característica del racismo abierto.
Este escenario nuevamente dificulta las pretendidas equivalencias entre los feminismos negros estadounidenses y los feminismos negros latinoamericanos y caribeños, donde el mestizaje adquiere un papel central en la configuración de las identidades raciales y, sobre todo respecto a qué cuerpos y qué símbolos y elementos son partícipes de las identidades nacionales.
Además, se resta importancia a categorías raciales específicas como mulato, mestizo, pardo, preto o zambo, que aun hoy representan una función crucial en los esquemas y las dinámicas étnico-raciales en muchos países de la región, suponiendo incluso maneras de nombrarse y auto percibirse que son reconocidas a nivel estatal como justamente ocurre en los censos de Brasil y Colombia, donde expresiones como mulato, zambo, preto o pardo o bien constituyen clasificaciones raciales concretas como acontece en Brasil (donde la comunidad negra abarca a quienes se identifican como pretos o pardos) o bien denotan modos de nombrarse que después son agrupados más ampliamente, como ocurre en Colombia (donde a pesar de que se reconoce en rasgos generales el pueblo negro, afrocolombiano, raizal y palenquero, quienes se identifican como mulatos, zambos o niches por ejemplo, son aglomerados y catalogados como partes de ese pueblo).
Siguiendo esta línea vale la pena aludir a algunas semejanzas en cuanto a cómo articula el racismo solapado en América Latina y el Caribe, con exactitud respecto a Colombia y a Brasil.
Del mismo modo en que resulta considerable trazar las distinciones fundamentales entre ambos contextos y sus propias impresiones y representaciones en cuanto a raza, racismo y clasificaciones raciales, pues si bien ambos territorios se ven atravesados por el mestizaje como principio articulador en la construcción de la identidad nacional, resulta evidente como factores particulares propios de cada uno de estos países, hacen que así como no resultan análogos los postulados de los feminismos negros estadounidenses respecto a las realidades latinoamericanas y caribeñas, tampoco lo sean los contextos entre Brasil y Colombia.
En el caso de Colombia hay una demarcación clara, respecto a qué cuerpos encarnan la identidad nacional y qué cuerpos representan a los pueblos étnicos, quien personifica la colombianidad no es el negro ni el indígena, es el mestizo. Bajo la noción de trietnia y de un aparente intercambio cultural entre las partes, parece que aquello que representa al colombiano es su legado cultural heredado tanto de pueblos negros, como de pueblos indígenas y blancos.
Sin embargo, en términos estrictamente raciales los mestizos no pueden ser fácilmente racializados como negros o como indígenas, pues de ser así justamente ya no serían mestizos sino afrocolombianos o pertenecientes a pueblos originarios, ya que aquello que permite al sujeto mestizo reconocerse como tal es justamente su ambigüedad racial, su conocimiento de que no se es enteramente blanco sustentado en su desconocimiento de a qué pueblos o a qué ancestros lejanos, debe esa blancura a medias.
Dicho de otra manera, en el caso de Colombia es impensable problematizar la raza sin tomar como pieza crucial al sujeto mestizo, quien aparentemente representa un escenario libre de injusticias raciales, aun cuando quienes sufren permanentemente el abandono estatal y la ausencia de garantías básicas para la vida, siguen siendo quienes se reconocen como personas negras e indígenas, sobre todo aquellos que habitan en los territorios ancestrales de estos pueblos.
Este panorama significa diferencias sustanciales respecto a las realidades estadounidenses, pues en términos de autorreconocimiento y de concientización sobre la manera en que se es racializado, las retóricas que realzan la pluriculturalidad y las múltiples descendencias sin mencionar como el racismo sigue gestándose y doblegando a los mismos cuerpos, son contraproducentes, pues lejos de visibilizar a la raza como un eje medular en la sociedad colombiana, se atribuyen las desigualdades de ciertos territorios y de ciertos pueblos a cuestiones de clase, región o asuntos vinculados al conflicto armado, escondiendo así como es en realidad la raza quien maximiza la violencia y la precariedad de aquellos que son empobrecidos, quienes habitan las regiones más desamparadas o quienes sufrieron en primera persona el conflicto.
Con esto quiero remarcar que el ascenso de Francia en la escena política colombiana, involucra no sólo un asunto de representatividad donde por primera vez en la historia, es una mujer negra quien está ocupando un cargo público tan alto como el de la vicepresidencia, sino también es una coyuntura para traer de vuelta a la raza en las discusiones centrales de los movimientos sociales en Colombia, así como a los debates en torno a esa desigualdad tan arraigada en nuestro país, que en muchas ocasiones se percibe como endémica e incurable.
A su vez, la consolidación de Francia como figura pública y la adhesión de otros activistas, líderes y lideresas sociales de los pueblos negros e indígenas a su campaña, han permitido alterar los estigmas y prejuicios instaurados por siglos sobre estas comunidades (pese al racismo desmedido por parte de los sectores más conservadores y reaccionarios, pues su inmersión en la escena política sumada a la de muchos otros y otras como ella, representa una amenaza a la oligarquía blanco-mestiza colombiana) permitiendo resaltar ya no solamente las enormes contribuciones del pueblo afrocolombiano en materias de herencia y acervo cultural, sino las numerosas instancias donde hemos sido sujetos políticos decisivos en la transformación de la realidad. De esta manera, podríamos destacar algunos puntos cruciales respecto al escenario de los feminismos negros en Colombia: primero, la urgencia de elaborar nuestras demandas y consignas en relación con nuestras propias categorías y jerarquías raciales, segundo, la llegada de Francia a espacios de decisión como un inevitable cambio de paradigma respecto a los movimientos sociales y sus modos de articular y tercero, la posibilidad de construir nuevas estrategias de lucha contra el racismo, el sexismo y el clasismo, que lejos de dividir las causas nos permitan una comprensión integral y no jerarquizada de estas estructuras, donde lo primordial sea comprender las dimensiones situadas de estos sistemas de dominación en un lugar como lo es Colombia, obviando ciertamente como esas nuevas estrategias deben tener en cuenta dimensiones tanto teóricas como prácticas.
Respecto a Brasil, aunque operan también discursos sobre el blanqueamiento y el mestizaje, existen distinciones importantes en cuanto al contexto de Colombia. En primer lugar, Brasil es un país donde más de la mitad de su población se define como negra (ya sea como parda o preta) y contrario al contexto colombiano, hay una élite brasileña que es claramente blanca y no blanco-mestiza.
Además, las enormes migraciones de otras regiones del mundo como el continente asiático, han penetrado en la sociedad brasileña y han instaurado nuevas categorías raciales además de las ya establecidas en la época colonial, sin mencionar como la situación de los pueblos indígenas es significativamente diferente respecto a las realidades que viven estos pueblos en Colombia, donde aunque desde luego experimentaron un genocidio como en toda la región, tienen otro tipo de visibilidad y de reconocimiento, además de representar un porcentaje mucho más amplio como grupo poblacional.
Sin embargo, más allá de las clasificaciones raciales propias de Brasil y las cuestiones que distinguen a este país de otros de la región, vale realzar que, así como sucede en el caso de Colombia como resultado de la institución del racismo solapado, los modos en que se configura la raza y el racismo corresponden nuevamente a una noción de la blanquitud como algo que puede no solamente ser deseado, sino también alcanzado mediante el blanqueamiento.
En relación con esto, así como en Colombia nombramos la expresión mejorar la raza, en Brasil podemos hablar del mito de la democracia racial donde precisamente mediante la comparación del escenario brasileño con el estadounidense, se deduce la inexistencia de conflictos y desigualdades en términos raciales bajo la idea de un supuesto entorno de armonía e igualdad, pese a la constante valorización del blanqueamiento que se tradujo incluso en políticas públicas, para propiciar y garantizar la inmigración europea.
Así, la democracia racial y su comparación constante con las políticas de segregación estadounidenses y sudafricanas -manifestaciones características del racismo abierto- dieron lugar a la noción de una aparente integración de las personas africanas y sus descendientes, tras la abolición de la esclavitud en Brasil que ocurrió apenas hace poco más de un siglo, en 1888.
En otras palabras, la democracia racial representó un dispositivo de silenciamiento y negación de la raza como punto cardinal en la sociedad brasileña, pues lejos de dimensionar el racismo como un elemento estructural en la conformación del Estado y sus instituciones, equipara la experiencia local con la estadounidense y sudafricana, asumiendo que por responder a dinámicas y manifestaciones distintas, se trata no de otros modos y formas en que se constituye el racismo y la supremacía blanca, sino de un contexto donde esos fenómenos y cuestiones, no existen.
A pesar de esto es innegable como la raza constituye una piedra angular en la sociedad brasileña, que aun teniendo más de la mitad de su población afrodescendiente y siendo el país fuera del continente africano con mayor número de personas negras en el mundo, sigue acumulando cifras desesperanzadoras en términos de las condiciones de vida y supervivencia, con las que cuentan las personas negras.
Desafortunadamente las personas negras en Brasil son las más afectadas por la pobreza, así como también son quienes tienen los trabajos peores pagos, la esperanza de vida más baja, las mayores barreras para acceder a la educación universitaria y los números más altos en cuanto a violencia policial se refiere, al punto de que en muchos contextos es posible hablar de un genocidio negro.
Sin embargo, son precisamente estas desigualdades tan profundas y agudas, aquellas que han permitido la consolidación de un movimiento negro tan sobresaliente e influyente en la región, al igual que las acciones afirmativas aumentaron notablemente la presencia de estudiantes negros en los espacios académicos y así fue posible también articular, la dimensión teórico-práctica que abarca tanto el movimiento negro, como los afrofeminismos.
Bajo este contexto, la figura de Marielle encarnó muchas de las injusticias e inequidades, que atañen la cotidianidad de las personas negras en Brasil. Además de ser una mujer negra, Marielle siempre se definió como favelada, una categoría que da cuenta de su opresión en términos de clase y que, a su vez desmantela la relación intrínseca respecto a raza y clase en la sociedad brasileña.
De igual manera, las consignas que llevo adelante en vida y las causas que la movilizaron hasta el día de su muerte, fueron siempre un reflejo de los impactos del racismo y especialmente de la anti-negritud en las condiciones de vida de las personas negras más vulneradas, como lo son las mujeres, los jóvenes y las personas LGBTIQ+.
Por consiguiente y tal como ocurre en el caso de Francia, la agenda política de Marielle y todo lo que motivó sus luchas y combates, siempre se trató de cuestiones situadas, de una comprensión de los feminismos negros, el antirracismo y el anticapitalismo desde su contexto particular, desde su realidad específica y desde su entendimiento de esas estructuras a partir de esa localización.
Finalmente, considero de gran relevancia nombrar la presencia de Marielle en la escena política brasileña, tanto en vida como tras su asesinato, pues representó un giro importante en la masificación del feminismo en la región y también un entendimiento mucho más minucioso y preciso de la implicancia práctica de la interseccionalidad y de su enorme potencial para tejer estrategias de articulación en los movimientos sociales.
Además su inmenso legado y las batallas que quedaron inconclusas por cuenta de la violencia que acabó con su vida, siguen más presentes y vigentes que nunca, ejemplo de ello es como tras su asesinato se registró la mayor inscripción de mujeres negras a cargos públicos en la historia de Brasil, muchas de ellas incluso trabajaron de la mano con Marielle y así como ella y como Francia, vieron en la política un medio para modificar las inequidades de su entorno y no como un fin para crecer individualmente.
Para concluir este punto, quisiera subrayar como la consolidación de las figuras de Marielle y Francia en el movimiento negro y los afrofeminismos de la región, se debe mucho más que a una cuestión de mera representatividad.
Marielle y Francia son hoy emblemas para miles de mujeres negras no sólo porque se asemejan a muchas de ellas, sino porque su praxis y su manera de comprender la política, develan la lucha histórica de los pueblos negros frente al racismo y al colonialismo. Lo son porque sus estrategias de lucha están atravesadas por lo colectivo y por los procesos territoriales que condujeron antes de hacer parte del Estado.
Lo son porque su trayecto y su historia, exponen como la interseccionalidad antes que teoría es práctica y también lo son porque, aunque referenciaron o referencian constantemente a activistas y teóricas afroestadounidenses, jamás descuidaron que sus programas de lucha y resistencia debían corresponderse con sus realidades locales.
Francia Márquez y el Ubuntu como una propuesta política
Para terminar, quisiera destacar como el programa político de Francia Márquez denominado Soy porque Somos, representa mucho más que la reapropiación de una filosofía africana para ser convertida en un eslogan electoral. Su identificación con la filosofía africana del Ubuntu responde a sus modos de comprender lo político y de hacer política, desde la centralidad en los saberes ancestrales y también es un guiño a su trayectoria como lideresa social y defensora del medio ambiente, pues ese somos del Ubuntu abarca mucho más que seres vivos humanos y no humanos, corresponde a nuestra responsabilidad respecto al territorio y a todo aquello que nos brinda la tierra.
Además, las formas en que se construyó el movimiento mediante la juntanza y el encuentro entre lideres y lideresas afrocolombianas de los sectores sociales más vulnerados, dan cuenta de la centralidad de lo colectivo en sus procesos y de cómo la comunidad es aquello que está en el centro y es el motor de las grandes transformaciones sociales. Otro punto importante es la manera en que asume su carrera política, no en un sentido individualista y de victorias personales, sino como una representación de los pueblos y colectivos a los que personifica y defiende.
Soy porque somos, simboliza también lo que ella llama una política de la vida, pues la filosofía africana del Ubuntu se caracteriza por su centralidad en la vida y en cómo los seres que estamos unidos por esa fuerza vital, constituimos en conjunto una totalidad. En otras palabras, se trata de que nuestra existencia se debe a esa codependencia intrínseca con todo aquel que de alguna manera habita el mundo conmigo, una manera de comprender nuestra relación con los otros con una capacidad enorme, para pensar un contexto como Colombia que está atravesando el posconflicto con miras a una nueva era de paz y de equidad.
En conclusión, el último punto que quisiera resaltar de la apuesta política de Francia y su focalización en la filosofía africana del Ubuntu, responde a que tal como sucede desde esa cosmogonía, nuestro lazo con todos los seres que hacen parte de esa totalidad, incluye también la fuerza vital que compartimos con nuestros ancestros y ancestras, quienes continuamente han sido mencionados y mencionadas en sus discursos más efervescentes y en sus momentos más emocionantes, tal como sucedió el 07 de agosto en la posesión presidencial donde por primera vez, se juró la vicepresidencia no sólo en nombre de Dios y de la Patria, sino también en nombre de la memoria y el legado de nuestros ancestros y ancestras.
Conclusiones
En resumen, quisiera subrayar como la consolidación de figuras como Marielle y Francia en los feminismos y el movimiento negro en América Latina y el Caribe, han significado sino un cambio de paradigma en términos de nuestros compromisos contra el racismo, el sexismo y todos los sistemas de dominación coexistentes, al menos un punto de partida para que esa transformación sea posible. La manera en que ambas han comprendido la potencia de lo colectivo y de dignificar, enaltecer y luchar desde sus realidades locales, ha permitido que se hable aún más y cada vez se preste más atención a cómo articulamos, actuamos y nos organizamos el movimiento negro y los afrofeminismos, desde esta región tan particular de nuestro mundo que es América Latina y el Caribe.
Considero que además ambas son una prueba, de que quizá aun no es posible desmontar la casa del amo, pero si podemos soñar con ennegrecerla y gestar desde ahí otro tipo de discursos y de agendas en materias de raza, género y clase, ¡eso sí! siempre estando situadas, siempre entendiendo esas categorías bajo nuestros contextos locales.
Para cerrar me parece vital destacar por última vez, que insistir en construir nuestras propias historias y en tener nuestras propias referentas, jamás coincidirá con un desconocimiento y una negación de las enormes contribuciones desde los feminismos negros en Estados Unidos, sino que tal como he intentado evidenciarlo a lo largo del texto, implica la capacidad de reconocer nuestras realidades locales y darles valor, pues esa es la única manera en que podremos organizarnos y combatir el racismo, el sexismo, el clasismo y todas las estructuras de dominación en nuestros territorios, de otro modo estaremos replicando idénticamente, herramientas, teorías y prácticas, que no fueron pensadas para los contextos que habitamos.
Un ensayo de Alejandra Pretel
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