Sudán del Sur: una emergencia a espaldas del mundo

La guerra en Sudán ha desplazado a seis millones de personas, de las que más de 360.000 buscan refugio en el país vecino. La falta de ayuda en el Estado más joven del mundo, amenaza con provocar un desastre humanitario lejos de los focos mediáticos. 

¿Qué hace un bebé en un camión de transporte de ganado? Escapar de la guerra, aunque no de la manera más digna. La escena se produce de la siguiente manera: una joven madre, de túnica verde y sonrisa luminosa, entrega su niña a un hombre vestido de blanco y con la cabeza cubierta por una taqiyah de ganchillo (el típico bonete que portan muchos varones musulmanes). Este la sostiene y la mujer se dispone a subir, ayudándose de manos y pies, por una estructura de metal a un destartalado camión con el remolque descubierto. Cuando está en lo alto, el caballero le entrega de nuevo a la criatura, que no tendrá más de dos años. La joven le sonríe, agradecida, y se aleja hacia el fondo del vehículo. Ella y su niña han tenido suerte: las decenas de miles de personas que deambulan por los alrededores desearían estar en su piel, pues esos camiones son la única vía de escape del lugar en el que se encuentran.

Este lugar donde se encuentran es la frontera de Joda, en el Estado del Alto Nilo de Sudán del Sur. Se trata de uno de los pasos fronterizos por el que 302.000 personas, la mitad menores de 18 años, han cruzado huyendo de la guerra desatada hace siete meses en Sudán, el país vecino del que se escindió en 2011. Otras 60.000 han llegado por otros pasos menos frecuentados, pero igual de difíciles. A espaldas del mundo, en este punto del mapa se está desarrollando una crisis humanitaria de primera magnitud.

La guerra en Sudán, iniciada a raíz del choque entre el ejército y los rebeldes de las Fuerzas de Apoyo Rápido, no tiene visos de acabar. La creciente espiral de violencia ha generado el desplazamiento forzado de seis millones de personas dentro y fuera de las fronteras de esta antigua nación africana.

Las más de 50 organizaciones humanitarias presentes en Sudán del Sur están al borde de la desesperación, porque no tienen fondos para cubrir las necesidades de tanta gente en un lugar tan desprovisto de todo: solo se ha concedido el 10% de los 1.238 millones de euros solicitados en 2023 para la emergencia humanitaria que aquí se desarrolla. A partir de enero de 2024, no se sabe de qué fondos dispondrán. O de si habrá fondos de los que disponer, pues esta crisis no es mediática. “Lo que estamos viendo es una falta de respuesta absoluta”, advierte Dominique Hyde, directora de relaciones externas del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR).

Los países fronterizos con Sudán acogen a inmensos grupos de refugiades, que no siempre pueden atender porque ya estaban lidiando con sus propias emergencias. Y Sudán del Sur no es una excepción: tras casi una década sumido en conflictos internos y pese a los intentos de implementar una paz duradera, la violencia esporádica, la inseguridad alimentaria crónica y las devastadoras inundaciones resultantes del cambio climático, sacuden al que aún es el país más joven del mundo. Y lo hacen hasta el punto, de que aún tiene dos millones de personas desplazadas internas y otras 2,3 millones de sursudaneses acogidas en países vecinos, principalmente Etiopía, Kenia, Sudán y Uganda. El 74% de la población, unos 9,4 millones de personas, depende de la ayuda humanitaria.

La mayoría de quienes viajan por Joda son retornades sursudaneses que cuando las cosas estaban peor en su país se marcharon al vecino. Ahora, con el estallido de violencia, han decidido regresar a sus lugares de origen en la medida de lo posible. El resto son sudaneses que han decidido cruzar la frontera por primera vez y buscar refugio aquí.

En sólo los tres primeros días de noviembre, durante la realización de este reportaje, 10.000 personas refugiadas y retornadas llegaron a Joda. Unas semanas antes lo hicieron Asunta y su hija Jadida. Viajan solas y han traído con ellas una cama entera, con su sommier, colchón y cabecero, igual que muches otres refugiades, porque, dice Asunta, era su mueble de más valor. “Cogí todo lo que pude porque aquí no tenemos a nadie y sabía que no iba a tener acceso a esta clase de cosas. Y porque nadie aquí nos va a poder ayudar”, se resigna.

La historia de estas mujeres es dramática y por desgracia, común. Un episodio de violencia fue lo que las espoleó para abandonar su hogar, en Omdurmán, una ciudad a orillas del Nilo frente a la capital sudanesa. “Irrumpieron unos hombres en casa y me intentaron violar. Me resistí y me apuñalaron en el vientre”, relata Asunta. Luego fueron a por su hija, que también intentó defenderse. A ella le pegaron una paliza hasta el punto de que ya no puede caminar. La adolescente, con las piernas estiradas, apenas habla. Asunta llora. En aquel episodio, también mataron a su madre y a su hermana.

A pie o en carros tirados por burros, familias enteras con niños de muy corta edad en la mayoría de los casos, cruzaron la frontera. Exhaustos, acalorados, sedientos y famélicos. A veces, heridos de bala, o golpeados. Ellas, a veces abusadas. La mayoría dice provenir de Jartum, la capital de Sudán, y han viajado durante semanas cargados de niñes, a veces parides durante el camino, a veces aún en las barrigas de sus madres. Llevan lo justo, a menudo solo la ropa que visten. Y los afortunados que han conseguido un carro y un burro llevan consigo hasta los somieres de sus camas.

Cuando por fin creen haber escapado, encuentran que no son bienvenides. Porque en Juba hay buenas intenciones, pero no hay recursos. No hay apenas comida, ni agua, ni techo. 

Como Asunta y Jadida, todo lo que pueden hacer estas miles de personas es sentarse a esperar. La Organización Internacional de las Migraciones (OIM) y ACNUR coordinan la respuesta humanitaria y registran mediante identificación biométrica la entrada y salida de les recién llegades, a quienes se les da información sobre los servicios sanitarios y de protección que hay disponibles. Luego, son conducides a un terreno vallado de tierra fangosa y sucia, donde no hay ni una sola carpa, ni un techo bajo el que guarecerse. Cada quien se coloca donde puede, busca algunos palos y con estos y con una tela, que a veces incluso no es más que una túnica o un vestido de los que las mujeres llevan en su exiguo equipaje, se hacen un techado para tener algo parecido a un espacio privado.

La OIM y ACNUR han habilitado una clínica minúscula y rudimentaria, de suelo de barro y paredes de lona, donde se atienden los casos más urgentes. Por ejemplo, a las parturientas, las madres recientes, personas enfermas o heridas. Los casos más graves son trasladados en una única ambulancia disponible al hospital de Renk, la primera localidad con un mínimo de infraestructura a la que se llega por carretera, a una hora larga de trayecto. El resto se espera

Con frecuencia la espera dura más de una semana, hasta que consiguen plaza en un camión que les llevará a otro sitio casi igual de hacinado. Ese lugar es el Centro de Tránsito de Renk. En esta suerte de campo de refugiades provisional hay plazas para 3.000 personas. Actualmente, se apiñan más de 16.000. La culpa la tiene en buena medida el cambio climático. En los últimos meses, unas inundaciones provocadas por un periodo de lluvias inédito en el país, como no se había visto en 60 años, han dejado muchas carreteras del todo impracticables. Entre ellas, la única que une este pueblo con Maban, una ciudad más grande donde ACNUR dispone de cuatro campos de refugiades con mejor asistencia para las personas recién llegadas.

Desde hace tres meses miles de personas siguen entrando diariamente por Joda, pero nadie puede salir de Renk. Asunta y Jadida, que son sursudanesas, quieren llegar hasta su pueblo natal, cerca de Maban, donde vive parte de la familia. Pero de momento están atascadas desde hace 21 días. No saben cuándo les tocará subir al camión que las saque de allí.

Dentro de este centro de tránsito la situación no es mucho mejor que en la frontera. ACNUR desplegó casetas con capacidad para 50 personas cada una, hasta un total de 1.450 personas. El resto, duerme al raso. Se han repartido mantas y esterillas a todo el que se ha podido, pero la gente nunca se acaba aquí.

Bien lo sabe Feyrouz Faiz, 60 años bien llevados, matriarca a todas luces de su familia. Cuando tenía una vida normal en Jartum era enfermera en el área de cirugías del hospital militar y entiende bien de las necesidades de la población. Denuncia que no hay comida ni tratamientos médicos suficientes para las infancias, que las enfermedades campan a sus anchas, así como la suciedad. “Aquí no hay agua, todo está sucio, casi no hay servicios. No hay dinero ni manera de ganarlo”, se queja.

Su familia y ella son de les que no han llegado a tener el privilegio de habitar una carpa y se han levantado el campamento —de nuevo, unas pocas ramas y unas telas por encima—, junto a un putrefacto arroyo de aguas residuales entre verdes y grises, cuyo olor perfora las fosas nasales.

Al menos las infraestructuras son algo mejores: el centro de salud es bastante completo y existen servicios de apoyo psicosocial, maternidad, planificación familiar, laboratorio… Las principales emergencias que atienden son la malaria, sobre todo infantil, y heridas y otros traumas generados por pequeños conflictos entre refugiades, explica Joseph John Chol, coordinador médico del dispensario. “Si no podemos manejar el caso, mandamos al paciente al hospital de Renk; por eso hay que dotar a este centro de más especialistas”, pide.

Pero con tanta sobrepoblación, lo que las ONG pueden ofrecer es como una gota en el océano. Les refugiades sienten que no están atendides, que les falta todo. “A veces tenemos tres o cuatro emergencias diarias, y es difícil lidiar con eso porque tampoco hay muchas camas. Ese es uno de los principales desafíos”, describe el médico.

El Programa Mundial de Alimentos reparte cartillas de racionamiento para obtener víveres y también reparte algo de dinero en efectivo, pero “hay que priorizar y hacer elecciones difíciles todo el tiempo”, lamenta Charlotte Hallqvist, técnica de relaciones externas de la delegación de ACNUR en Sudán del Sur.

Faiz llegó desde esa ciudad hasta Renk con sus dos hermanos y varios nietos. La mujer afirma que faltan su marido y su cuñada, así como el esposo de una de sus nietas. “Inshallah [ojalá] los encontremos, pero temo que estén muertos” murmura.

Entre toda la familia, se cuentan cuatro adultes y una docena de niñes de corta edad. Llora mientras relata su odisea para salir de Sudán. Se marcharon de noche, y lleva clavado en el corazón que no pudo ayudar a una vecina a la que unos militares o paramilitares, no sabe bien, apresaron. La iban a violar, asegura. “Nos pedía ayuda y quise hacer algo, pero no pude”, solloza la mujer.

Llora también Feyrouz cuando intenta a cantar una melodía de su tierra, que le recuerda tiempos mejores. Lo intenta una vez y tira la toalla. Se seca las lágrimas con la punta del pañuelo que cubre su cabeza. Se siente derrotada, desesperanzada. Como ella, cientos de miles de sudaneses observan con impotencia y dolor cómo la violencia de unos pocos ha borrado de un plumazo sus vidas y sus sueños.

Fuente: Planeta Futuro

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