La primera mujer negra en presidir la prestigiosa universidad de Harvard ha dimitido tras verse cuestionada por su apoyo al pueblo Palestino y unas recientes acusaciones de supuesto plagio en sus trabajos académicos.
La renuncia de Claudine Gay como presidenta de Harvard por la acusación de plagio académico continuado es un final extraño y triste para su breve mandato como icono en este clima de guerras culturales. La tragicomedia radica en la discordancia entre la escala insignificante de su descuido y las apuestas ideológicas que llegó a representar con más profundidad. En esas cuestiones, Gay tenía razón. Pero en el caso de la minucia por la que ha sido condenada, el descubrimiento de que violó las reglas de atribución en su trabajo académico, se ha debido encontrar frustrantemente indefensa.
Hasta hace un mes, las figuras más críticas con el discurso de Gay estaban en la izquierda política. Estudiantes radicales interrumpieron repetidamente sus apariciones públicas, primero exigiendo cosas como una expansión de los estudios étnicos y luego presionándola para que respaldara su punto de vista sobre la “guerra” entre Israel y Hamás. El resultado del 7 de octubre creó un caldero de presiones competidoras que Gay, como muchos presidentes universitarios, manejó torpemente pero de manera más o menos imparcial.
Con sus comentarios, irritó a los partidarios de Israel ajenos al campus al negarse a reprimir las críticas al estado judío, pero también irritó a la izquierda al condenar el terrorismo y expresar solidaridad con los temores y la soledad experimentados por muches estudiantes y profesores judíos.
Luego vinieron las audiencias. Fueron una trampa. En el desarrollo de las mismas, que duraron alrededor de cinco horas, la parte del partido republicano que intentó que Gay y sus colegas admitieran que consignas de protesta como “From the river to the sea” (algo así como “Del río al mar” en castellano) equivalían a llamados al genocidio del pueblo judío. Esta acusación fue una simplificación excesiva: esta frase significa cosas diferentes para diferentes personas, todas malas pero no necesariamente genocidas. (Esta es la naturaleza siniestra de la disposición del movimiento pro-palestino de unir a partidarios ingenuos de una solución surrealista uniestatal con sanguinarios simpatizantes de la teocracia asesina de Hamás.) No cualquier crítica a Israel es antisemita, y no todo antisemitismo es genocida.
Habiendo establecido que los términos del argumento eran un esfuerzo por definir grandes partes del activismo pro-palestino como incitación antisemita, la representante Elise Stefanik cerró la trampa. Preguntó a sus interlocutores si sus universidades prohibirían llamados al genocidio. Ese clip, omitiendo el contexto en el que los republicanos habían definido previamente el genocidio en términos ridículamente amplios, se volvió viral.
El infame clip hizo que Gay y sus colegas parecieran indiferentes emocionalmente al antisemitismo. Esa impresión no podría haber estado más lejos de la verdad. “Nuestro alumnado judío ha compartido historias desgarradoras sobre cómo se han sentido aislades y señalades“, les había dicho Gay a sus estudiantes.
“Esto me conmueve hasta lo más profundo, como educadora, como madre, como ser humano”.
Harvard resistió correctamente las demandas de la derecha de destituir a Gay por la indignación histérica generada por este episodio inventado. Pero luego, el activista de derecha Christopher Rufo y el periodista conservador Aaron Sibarium descubrieron evidencia de que los trabajos de Gay violaron las reglas académicas de atribución en varias ocasiones.
El plagio es la denominación para esta ofensa; es un término que describe una amplia gama de errores y delitos de escalas vastamente diferentes. La palabra generalmente evoca la noción de robo intelectual: una persona hace un descubrimiento original y otra lo roba y presenta el trabajo como propio. Las ofensas de Gay fueron mucho más leves. Descuidó un poco el tratamiento de algunas citas y la autoría de las mismas. Esos errores no habían sido cruciales en su progreso. Podría haberlos corregido fácilmente.
Para bien o para mal, sin embargo, Harvard mantiene estándares estrictos e inflexibles sobre el plagio. Las infracciones de Gay, aunque no eran relevantes para el tema principal de su trabajo, habrían supuesto un castigo severo si las hubiera cometido un estudiante de pregrado. Así que Harvard enfrentó una terrible elección. Despedirla sería entregar una victoria a la turba alborotadora. Se vería como una forma de tirar por tierra sus incansables intentos de defender la libertad de expresión para condenar el antisemitismo.
En el otro extremo del dilema, haberla mantenido en su puesto significaría permitir que la presidenta de la universidad siguiera un estándar más bajo que sus estudiantes de pregrado. Eso es intolerable para una institución de educación superior. Ninguna institución realmente prestigiosa puede declarar un estándar y luego permitir que su líder lo infrinja sin consecuencias.
Este es el tipo de trampa en la que Rufo está especializado en explotar. Ataca a objetivos que mantienen altos estándares éticos, que a él no le importan en absoluto, obligándolos a elegir entre mantener sus estándares o resistirse abiertamente a su agenda política. Como muches periodistas, he enfrentado este tipo de ataque antes, con Rufo tratando de usar pequeñas correcciones de hechos para respaldar su narrativa ridícula sobre una conspiración mediática de la izquierda.
En última instancia, la decisión dolorosa de mantener los estándares de la institución suele ser la correcta. Lo que los operadores como Rufo desean más que nada es llevar a sus objetivos a su nivel. Reclamar cabezas es una pequeña victoria, mientras que refutar el compromiso con la verdad y el rigor en instituciones como la academia y los medios de comunicación es un premio mucho más atractivo.
Despojados de ese compromiso, las guerras culturales no son más que una lucha por el poder. Esa es una especie de guerra que los enemigos del liberalismo ganarán.
Gay ha tenido que renunciar a su puesto de trabajo por razones absurdas, pero, en última instancia, ineludibles. Lo que importa para la institución – para cualquier institución- no es defenderla personalmente, sino defender los valores que ella defendía torpe pero noblemente.
Fuente: Intelligencer – NYMag