Crecer al lado de un nazi me radicalizó

Yo no tenía ningún interés en el antirracismo. La verdad es que aunque mis padres me hacían ver películas y documentales sobre la lucha, nunca pasó mi interés más allá de una silenciosa admiración.

Crecí en casas de varios familiares, pero por mucho pasé más tiempo en casa de mi familia blanca, donde construí una fuerte amistad con un familiar. Él no era particularmente raro, además de ser el estereotipo del ingeniero gamer. Hablábamos mucho, jugábamos videojuegos y veíamos series. Un día me envió un link que parecía ser de Wikipedia, pero al verlo de cerca resultó ser una tal ‘Metapedia’.

El correo leía “¡Mira la enciclopedia verdadera!”. Le di clic sin esperar mucho, y lo que me encontré fue un artículo acerca de la homosexualidad que leía “es una enfermedad mental”. Estaba escrito a modo científico, con estudios obsoletos y sugerencias de terapia de conversión. Cerré el link y no respondí nada. Los próximos días, cada vez que le encontraba en su escritorio, él se encontraba leyendo la tal Metapedia.

Un día voltea y me dice:

“¿Sabías que los judíos mienten sobre el Holocausto? Las cámaras de gas son falsas”.

Mil alarmas sonaron en mi cabeza. ‘Esto es algo que sólo un nazi diría, ¿No? No. No puede ser. Debe estar confundido’.

Seguí siendo su amiga en total negación. Cuando hacía un comentario acerca de la CJ (Cuestión Judía), yo intentaba cambiar el tema. Cuando vi su copia de “Mi Lucha” de Adolf Hitler, no supe cómo reaccionar, así que no reaccioné. Meses pasaron, y sus comunidades en línea se hacían más y más cerradas, más y más de ultraderecha.

Yo seguía ignorando las muchas señales de su radicalización, porque si tenía un nazi en frente eso quería decir que la persona a la que tanto quería, con la que pasaba tanto tiempo, pensaba que yo, como mujer negra, no era mucho más que un simio. Un día lo inevitable pasó. Se metió conmigo.

“Tienes suerte de ser mitad blanca, porque es la raza hermosa, entonces no te ves tan mal. No hay negras más hermosas, sino menos horribles”.

Me hervía la sangre. Pensé en mi difunta abuela Custodia, una mujer hermosa, de dientes perlados; mis tías, mis primas, mi hermana. Algo dentro de mí se retorció. Él continuó hablando.

“Han hecho muchos estudios. La belleza depende de la proporción y las mujeres blancas son más proporcionales, es ciencia. Además de inteligentes, ¿sabías que el cociente intelectual en de los negros es siempre alrededor de 70, muy por debajo de los blancos?”.

No dije nada. Me fui decidida a demostrarle que le habían mentido. Que se había dejado embaucar por un montón de nazis.

Las horas investigando se volvieron más largas, y las discusiones con él más frecuentes y acaloradas. Acabábamos gritando y berreando, y por cada libro o artículo eugenista y racista que él leía, yo leía dos antirracistas. Él tiraba para la derecha y yo para la izquierda. Cada vez se volvía más frustrante y sentí que necesitaba ayuda. Acudí al resto de la familia, y por primera vez dije la palabra con “N”: nazi.

Me miraron como si estuviera loca. Entonces supe que podrían escucharlo decir “Heil Hitler” en la sala de la casa y no verían la gravedad del asunto. Su radicalización era una situación desmoralizadora que me esperaba en casa cada tarde después del colegio. Debía llegar a mi propia casa y escuchar cómo era una raza inferior, cómo mi padre tenía subdesarrollado el cráneo, cómo los judíos me manipulaban para no admitirlo, cómo mis amigos homosexuales eran una aberración, y cómo lo mejor que me había pasado en la vida era tener algo de “buenos genes blancos” en mí. Era una tortura constante que nadie lograba entender.

Un día iba de camino a casa y me ardía el pecho de sólo pensar en lo que me esperaba al llegar: La discusión de siempre, los insultos disfrazados de ciencia del siglo XVIII. Para él era una discusión política, pero para mí era el cuestionamiento diario de mi humanidad, a una edad en la que yo misma me la cuestionaba. Era llorar en la cama después de que me gritaran que mi migraña era culpa de mi mamá porque los niños producto del mestizaje eran antinaturales y, por lo tanto, enfermos.

Entonces lo decidí: No le hablaría más. Era una tortura emocional a la que no quería someterme. Mi decisión fue notoria y reprochada por mi familia blanca. No entendían que lo que ellos veían como una particularidad política fuese para mí un pensamiento que me robaba a mí y a mi familia negra la mismísima humanidad. Para ellos él era un excéntrico, para mí un nazi. Me alejé.

Pero no acabó todo allí. Todo lo que leí para refutar sus ideas dejó en mí abierta una puerta que nunca logré cerrar. Las discusiones que antes no salían de mi casa pasaron a las aulas, donde discutía con mis compañeros. A las redes, donde discutía con mis amigos y conocidos. A la calle, donde cuando veía racismo, lo decía. Luego a mi trabajo como profesora. Luego a Afroféminas. Lo que aprendí de tener un nazi en casa es que hay más nazis en más casas. Que mi tormento personal no es personal, es colectivo. Que por cada persona que dice abiertamente que nos cree inferiores, hay diez que lo piensan. Que no hay escape al racismo latente en esta sociedad que se ufana de ser postracial, y luego mata a un joven negro con impunidad por romper la cuarentena.

A mí me radicaliza todos los días saber que personas así no sólo existen, sino que convencen a otras personas de pensar igual, envenenando las casas de niñas negras con repugnantes discursos de odio; y me siento responsable de hacer ese pensamiento desaparecer. Sin embargo, no es necesario crecer con un nazi en casa para no querer nazis en las casas de nadie. Espero que usted, que está leyendo esto, no quiera nazis en la casa de nadie, y haga lo posible para que permanezcan fuera.

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