Maternidades migrantes: criar entre la precariedad laboral y la ley de extranjería

Sin redes familiares en las que sostenerse y en un contexto laboral enfrentado con la conciliación, las madres migrantes se ven especialmente expuestas a la precariedad.

Aunque las fechas varían según cada país, dedicar un día al año a celebrar la maternidad parece un consenso amplio, una tradición que en Occidente remonta al antiguo Egipto, Grecia o Roma, pasando por la herencia cristiana —que señalaba el día de la Inmaculada Concepción como día de la madre— , y capturada por la cultura hegemónica estadounidense después, donde el día de la madre se celebra en honor a los esfuerzos de las madres tras la guerra de secesión de aquel país. Beba de la tradición que beba, la maternidad como institución es central para todas las sociedades, y días como este se ven acompañados por imágenes de madres cariñosas y cuidadoras sonriendo a sus retoños en campañas publicitarias de todo el mundo.

A la sombra de esa madre abstracta de los anuncios se extienden maternidades reales sostenidas en precarios equilibrios. Una precariedad que se refleja en altas cifras de pobreza infantil, según EAPN España, un tercio de les niñes y adolescentes en el estado se encuentran en riesgo de pobreza y exclusión social.  En el caso de las familias monomarentales —muchas de ellas sostenidas por mujeres migrantes— el riesgo de pobreza y exclusión afecta a más de la mitad. La falta de red familiar que facilite los cuidados, o la dificultad para acceder a una vivienda —algo que se come casi el 40% de los ingresos de las personas en situación de empobrecimiento, frente al 12,5 que gasta la población no empobrecida— complejizan aún más la sostenibilidad económica de las familias.

Por último, en cuanto a la protección social, muchas transferencias económicas siguen dependiendo de ciertas condiciones, como trabajar en régimen de asaliariado o tener la documentación en regla.  Además, se sigue lejos de la ayuda universal por hije que reclaman colectivos y organizaciones, mientras los complementos por menores a cargo no son fáciles de conseguir y su cuantía desciende a medida que infancias crecen, pese a que, como recuerdan las organizaciones, no descienden sus necesidades económicas.

Si hay maternidades que ponen en evidencia la contradicción entre esa abstracción de madre sonriente mayoritariamente blanca de los anuncios, y las maternidades reales en el país, son las maternidades de las personas migrantes que no cuentan con redes familiares, o apoyo económico que parchee la insostenibilidad de la reproducción en el marco neoliberal. Carencias que se intercalan con fronteras burocráticas interpuestas en el derecho a disfrutar de la familia.

Si hay maternidades que ponen en evidencia la contradicción entre esa abstracción de madre sonriente mayoritariamente blanca de los anuncios, y las maternidades reales en el país, son las maternidades de las personas migrantes que no cuentan con redes familiares

La contradicción entre el respeto al imaginario de la maternidad y la normalización del abandono económico a las madres fue lo que debió sentir una de las empleadoras de Wilma Choque Cruz, migrante y activista boliviana que llegó a España hace ya dos décadas. Tras algo más de dos años en el país, Wilma quedó embarazada: la mujer para la que trabajaba la despidió y al mismo tiempo le ofreció un abogado para ayudarla a regularizar su situación, quizás para aplacar su conciencia, considera Wilma. “No pude entrar en la regularización que hubo con Zapatero por un día de empadronamiento. Luego esta señora con la que yo trabajaba me dijo que me iba a apoyar para que me diesen los papeles, porque la única posibilidad que había era la de arraigo tras tres años de estar en el país. Pero aún así, con más de ocho meses de embarazo, el juez me lo denegó”.

Wilma conseguiría regularizar su situación tiempo después. Inicialmente su plan era permanecer temporalmente en España para ahorrar y ayudar a su familia que atravesaba una situación complicada: su padre había fallecido, y en casa eran siete hermanos, además de su propia hija, pues fue madre soltera. Tres años después de irse del país, embarazada y con una nueva pareja, Wilma decide quedarse en España, una vez establecida, su prioridad era traer a la hija que se había quedado en Bolivia. Tampoco fue fácil, el padre la había reconocido, por lo que tuvo que conseguir su autorización, y alguien que pudiera acompañarla como menor a España. Por aquel entonces, aún o se precisaba visado, y bastó con una carta de invitación. Una vez en Madrid, “el problema era también cómo regularizarla a ella, al ser menor de edad. Me informé, en esa época tenían que estar escolarizades les niñes dos años para obtener papeles, y por fin obtuve los papeles. Fue entonces, cuando llevaba seis años fuera, cuando pude por primera vez regresar a Bolivia”. Por fin Wilma podía ver a su madre, quien durante todo ese tiempo le compartía por teléfono su tristeza por tenerla tan lejos.

Aislamiento y distancia

La hija pequeña de Chaimaa Boukharsa tiene seis meses. Su abuela no está muy lejos y tendría los medios económicos para viajar, pero España no le da un visado para que pueda conocer a su nieta. Y eso que Chaimaa, licenciada en estudios árabes e islámicos y co-fundadora de Afrocolectiva, fue previsora. Aunque la niña nació en octubre de 2023, es desde enero de ese año que pidieron cita en el consulado para hacer los trámites. Pero no hay citas, y la escasez potencia el negocio: “Hay mafias de citas para la embajada española en Marruecos”, sentencia la joven. Ni siquiera recurriendo a la venta irregular de citas han conseguido avanzar. “Luego la gente se pregunta por qué la gente migra de manera irregular: es imposible migrar de manera legal cuando ni siquiera puedes pedir una cita en la embajada”, denuncia Chaimaa. Y ahí siguen esperando un papel que permita reunirse a la familia.Esta no es la primera hija de Chaimaa, ya tuvo otro hijo nacido en España. En aquella ocasión su madre pudo estar con ella, aunque no por mucho tiempo porque vino la pandemia. En este segundo embarazo todo ha sido más traumático, desde el embarazo de riesgo hasta dar a luz. “Tuve una cesárea, un parto terrible, y sufrí violencia obstétrica y racismo. Y cuando sales de ese parto, pues no está mi madre, no está mi padre. No están las personas que más necesitaba. Si no estaban ahí es por racismo, por racismo institucional y estructural”. 

La primera maternidad de Chaimaa fue más fácil también, no sólo por tener cerca a su familia, sino porque no tuvieron que pelear tanto para obtener los papeles del pequeño: el niño obtuvo su documentación en un mes. La niña sin embargo no ha tenido esa suerte, un cambio en la legislación ha complicado las cosas. La falta de citas en extranjería no ha ayudado, tuvieron que pagar a un abogado para conseguir una cita, que llegó cuando la bebé ya tenía seis meses, tanta espera para que a la pequeña le denegaran la nacionalidad.

Que su hija no tenga la nacionalidad del país donde ha nacido, le genera ansiedad y estrés, cuando ya está agotada por meses de aislamiento y soledad.

Frustrados, Chaimaa y su pareja, colombiano, han tenido que decantarse por una solución alternativa, mientras tanto, tampoco ella ha podido viajar con la bebé, sin documentos aún, para reunirse con su familia en Marruecos. “Vamos a pedir a la niña el permiso de residencia. Una niña que nace aquí, que nace con registro civil español, va a tener que ir al Consulado de Colombia, inscribirla en el Registro Civil de Colombia. Una niña que no conoce ni el Estado colombiano ni conoce el marroquí, tiene que registrarse como extranjera habiendo nacido en España”, lamenta Chaimaa. Que su hija no tenga la nacionalidad del país donde ha nacido, le genera ansiedad y estrés, cuando ya está agotada por meses de aislamiento y soledad, sumidos en la espera burocrática de permisos y documentación.

Chaimaa reconoce que sola no está, está su marido y su hijo, pero el rol de su madre, con quien tiene una relación muy cercana, es fundamental: para seguir con la tradición familiar, pues recuerda que existen ciertos rituales posteriores al parto, como que la madre cocine ciertos tipos de comida; pero también para apoyarla en los primeros meses de vida de la bebé, sabiendo que puede confiársela. Como madre migrante, explica que los problemas de conciliación que denuncian los feminismos se agravan en su caso. “Si yo no tengo el privilegio económico de poder contratar a alguien, o personas cercanas a las que tengo confianza para dejar a mi hija, voy a fallar en mi vida profesional”, apunta.

Una conciliación imposible

“Aquí tener familia es un obstáculo para los trabajos. Yo recuerdo que en un par de entrevistas, coincidió que no tenía con quién dejar a mis hijas. Me llevé a las dos pequeñas y automáticamente me cerraron las puertas”, recuerda Wilma por su parte. Un mundo del trabajo que no quiere saber nada de pequeños que se enferman y madres que tienen que salir a buscarlos. Ante esta situación Wilma tenía que armar como podía el rompecabezas.  “Recuerdo que dije ¿qué hago? No tenía con quién dejarlas y tampoco mi economía me permitía buscar a alguien, para que me las cuide esas horitas para yo irme a las entrevistas. Me conseguí otro teléfono, le coloqué una tarjeta prepago y las dejé en el piso de abajo. Y le digo a mi hija —la pequeña estaba en el carrito bien agarrada— no la saques, marca este teléfono y cualquier cosa me llamas. Voy a estar aquí en la planta de arriba”. Así hizo Wilma sus entrevistas, pendiente del teléfono por si las niñas necesitaban algo, imaginando que bajaba al piso de abajo y no las encontraba, en tensión por si las niñas decidían ir a buscarla a ella y perdía otra oportunidad de trabajar. 

Wilma llegó a acumular muchos trabajos. “Pero no disfrutaba de mis hijas, tenía ese sentimiento de culpa porque cuando salía de mi casa mis hijas estaban durmiendo. Cuando regresaba a mi casa, mis hijas estaban durmiendo”

Y trabajar, para Wilma, era la prioridad, pues había que mantener a la familia, recuerda que cuando ya tenía tres hijas, y llegaba la crisis económica, su marido, que trabajaba en la construcción, quedó sin empleo. A ella le iba bien, en el sentido de que llegó a acumular muchos trabajos. “Pero claro, no disfrutaba de mis hijas, tenía ese sentimiento de culpa porque cuando salía de mi casa mis hijas estaban durmiendo. Cuando regresaba a mi casa, mis hijas estaban durmiendo”. Los domingos a la tarde, cuando por fin estaba libre unas horas, sólo quería descansar, mientras sus hijas demandaban su atención. “Hasta el día de hoy arrastro el sentimiento de culpa: de qué me sirve tenerlas aquí, si prácticamente no las veo, es como si las tuviese lejos”. Considera que las personas migrantes pareciera que no tienen derecho a la familia, sabe de mucha gente que decide no tener hijes, o acaba volviendo a sus países para encargarse de sus niñes, o incluso optan por enviarles con otros familiares al no conseguir compatibilizar trabajo y cuidados.

Wilma evoca dos conversaciones que tuvo con sus hijas. En la primera su hija de pequeña, cuando tenía cuatro años, le reprochaba que nunca la dejase o la recogiese del colegio, mientras ella le explicaba que no había otra opción, que tenía que trabajar. En la segunda su hija mediana le decía que le hubiese gustado ser un perrito para que la sacaran de paseo al parque. Sin red y con varios empleos para poder subsistir, no había tiempo para eso. Aunque la culpa esté ahí, Wilma también trabaja para darles una educación que les permita tener otras vidas, un mejor salario. A ellas les dice que no piensen en grandes vacaciones o en mansiones, que aprovechen tener mejores trabajos para poder llevar y recoger a sus futuros hijes del colegio.

Frente al aislamiento, redes

Pero para Wilma, no se trata de una cuestión de mala suerte, de elecciones personales o de sacrificio, se trata de una cuestión de derechos. “Muchas hemos sido propensas a que nos exploten laboralmente o a cobrar un salario súper bajo trabajando más horas de lo de lo que se estipula por ley”, explica, tras haberse dado cuenta de todas las vacaciones de las que no ha disfrutado y todos los derechos laborales que ha visto vulnerados desde que llegó a España. En 2019 todo esto cambio para esta trabajadora: “Bolivia atravesaba una situación muy crítica y eso me sacó a la calle a relacionarme con mi gente. Eran reuniones tras reuniones. Yo quería ver desde aquí cómo podía apoyar como podía ante la masacre que vivían allá. Y eso me abrió los ojos. Unirnos es la única forma de que se nos escuche. Es lo que mi padre me enseñaba: las conquistas sociales, tienen que ser en las calles”. Encontrarse con otras personas migrantes y también locales que compartían sus historias de explotación laboral, acompañar la lucha por la regularización, pero también por el derecho a la educación y a la sanidad, le ha dado otra perspectiva de las cosas. Frente el aislamiento y la culpa que implica estar todo el tiempo intentando sacar adelante a una familia, ahora Wilma es consciente de sus derechos y los defiende en común con otros.

Más allá de las limitaciones económicas y el aislamiento Chaimaa señala la dificultad de “criar y educar según tus tradiciones, según nuestra percepciones, cosmovisiones, según nuestra epistemología…”

Para Chaimaa, las distintas barreras impuestas por el racismo estructural a las que se enfrentan las madres migrantes, y en su caso también musulmanas, generan sufrimiento y traumas. Más allá de las limitaciones económicas y el aislamiento señala la dificultad de “criar y educar según tus tradiciones, según nuestra percepciones, cosmovisiones, según nuestra epistemología. Educar según cómo vemos la vida, como mujeres que provienen de otros contextos culturales, y que tienen que luchar en una sociedad que a veces rechaza todo lo que una es”.

En el caso de su hijo, ya escolarizado, se topa con su propia vivencia del racismo estructural, donde prácticas islámicas como por ejemplo, la oración, son vistas como algo ajeno, algo que lleva al pequeño a sentir miedo por pedir que le dejen rezar. “Me duele bastante tener que lidiar contra este tipo de discriminaciones que yo he vivido. Tener que vivirlas a través de mi hijo es muy, muy, muy fuerte. Sabes que tu hijo no va a tener probablemente la madurez emocional y la capacidad para transitar esa emoción. Entonces te vuelves psicóloga, te vuelves educadora social, además de madre”.

Chaimaa considera, como Wilma, que más allá de la familia —a la que siente como un espacio muy seguro—  “son muy importantes las redes de apoyo, también los espacios no mixtos que logramos crear, son un modo de sobrevivir, nos arropamos uno al otro”. Espacios donde se combate contra la intemperie que propone una sociedad en la que la precarización del trabajo, la anemia de las políticas de protección a la infancia, la ley de extranjería, o el racismo institucional, moldea la experiencia de maternidades muy lejanas a las que retratan los anuncios. Todo ello en un estado, donde un tercio de las infancias, nacen en familias donde al menos uno de los progenitores es migrante.

Fuente: Sarah Babiker para El Salto Diario

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