¡Devuélvete a tu país!

El antirracismo ha traído cosas muy buenas a mi vida. La primera de ellas es que me ha permitido reconocer violencias que antes estaban archivadas en mi memoria afectiva. La segunda, desde luego, es el inmenso aprendizaje sobre lo vital que es pensar todo en clave de dignidad. Tenía que decir esto para contar lo siguiente.

Hace unos meses tuve la oportunidad de estar en Colombia en un evento donde 75 participantes de distintos países latinoamericanos trabajamos conjuntamente en diversos proyectos, enfocados en reducir la corrupción nacional y trasnacional. Durante tres días discutimos, pensamos y diseñamos acciones en torno a seguridad ciudadana, protección de datos personales, accesibilidad digital, protección de recursos naturales, y más. Todos los proyectos se erigían sobre un piso común: resarcir daños causados por la desigualdad estructural. En el rubro de lo digital, fue muy enriquecedor conocer distintas iniciativas enfocadas en mejorar softwars y sistemas operativos para simplificar procesos de atención e incidencia, para asegurar dos derechos: acceso a la información y, por consiguiente, acceso a la justicia. Y es que, no existe mejorar manera de entender la importancia del primero si no lo explicamos en esa relación dialógica. Es junto con pegado. 

El último día de trabajo decidimos salir a rumbear. Gozar en colectivo siempre es una dicha, sin embargo, hubo un incidente que opacó la celebración por haber concluido exitosamente nuestras jornadas de trabajo. Fuimos a Theatron, un conocido bar de Bogotá. Éramos un grupo numeroso y, en un momento dado, dos amigos y yo nos apartamos para descansar en unos sillones. Yo estaba platicando con Nico cuando me di cuenta que Juan se había quedado dormido mientras sostenía el celular en sus manos. De inmediato le comenté a Nico que me preocupaba que Juan lo extraviara o que alguien pasara y le jalara el celular.  Me respondió que no habría ningún problema porque confiaba en Juan. Por un momento, pensé en quitarle el celular a Juan y guardarlo en mi bolsa, sin embargo, no lo hice porque intuí que podría prestarse a ser interpretado como un abuso de confianza o incluso, de robo. A los pocos minutos decidimos encontrarnos con el resto del grupo, por lo que fuimos a buscarlos. Nos levantamos de los sillones y cambiamos de sala. No pasaron ni cinco minutos cuando Juan se dio cuenta que ya no tenía su celular. De inmediato, regresamos a donde habíamos estado, pero no tuvimos éxito para encontrar el móvil.

Preguntamos al personal de limpieza, a baristas y a otres asistentes, si por casualidad no había sido reportado un celular. Ante las respuestas negativas, nos recomendaron ir a la entrada y preguntar directamente con los encargados del establecimiento, pues ellos tenían acceso a las cámaras de seguridad. Juan se adelantó para hacerlo, cuando lo alcanzamos nos dijo que le habían respondido que, al haber tanta gente, era imposible identificarnos y ver qué había ocurrido con el celular. Un punto ciego. 

A la par mencionaron que no era su responsabilidad atender ese tipo de quejas, y que existía un “reglamento” donde se estipulaba eso. Mi primera reacción fue aclarar que no se trataba de una queja sino de un incidente que había ocurrido dentro de las instalaciones de ese lugar. Después, solicité el dichoso reglamento y aquí empieza el cuento de cómo la corrupción la tenemos metida hasta en la sopa. 

Fue una solicitud que les resultó incómoda y el motivo por el cual su actitud comenzó a tornarse grosera e intransigente. Me indicaron que debía ingresar a la página web del sitio para descargarla (dado que mi línea telefónica no opera en Colombia, mi acceso a internet depende de las redes públicas o de establecimientos de consumo) y me la negaron. Dijeron que el lugar no tenía red, pedí entonces que me hicieran el favor de compartirme datos y de nuevo, se negaron. La molestia de los encargados era muy evidente y el trato despectivo ya empezaba a encender sus luces. Todavía en un acto de fe, les pregunté si de casualidad podían pedir el favor al DJ de la sala, para que voceara que ofrecíamos una recompensa a quien encontrara el celular. Y aquí sucedió algo impensable

-No puedo parar una fiesta solo porque tú perdiste tu celular

-Bueno, propiamente no se está deteniendo la fiesta, sólo es un voceo rápido que quizá podría ayudarnos, dado que tampoco me ha querido compartir el reglamento donde dice que no están obligados a proporcionar ningún tipo de información

– ¿Dónde has visto que alguien le pregunte a toda una sala por un objeto perdido?

– En México, allá no se acaba el mundo ni la fiesta porque alguien reporte algo perdido en un bar

– ¡Ah! Pues ¡devuélvete a tu país! Y no vengas más aquí ¡No más! 

– ¿Usted se da cuenta que lo que acaba de decir es xenofóbico?

-¡Mire vea! Mejor váyase ya de aquí, ¡salga! 

Y esto me lleva a la razón de este escrito: tenemos tan normalizado recibir tratos violentos cuando intentamos acceder a algún tipo de reparación ante un daño que hemos sufrido, que no somos conscientes de todo lo que la corrupción arrastra y destapa. Situaciones tan comunes como esta hacen parte de la compleja raigambre que existe por debajo del desánimo colectivo, en torno a pensar la justicia y la seguridad como estados colectivos y realmente a nuestro alcance. 

Continuamos la búsqueda sin éxito alguno y percibiendo una intolerancia exacerbada por parte de los miembros del cuerpo de seguridad. Preguntamos hasta el cansancio, tras eso, un chico que se había sumado a nuestro intento por recuperar el celular nos contó que en ese bar pasaban cosas, cosas más horribles. Cuando decidimos abandonar el lugar, una persona se acercó para decirnos que no entraba a Theatron porque ahí no le respetaban la identidad de género y había vivido situaciones de discriminación. Corrupción, xenofobia, impunidad y discriminación son problemas que salieron a la luz, simplemente, por un celular perdido. Hablemos. Desmontemos las opresiones.

En nuestra relación con el capitalismo, también hemos normalizado que como usuaries y consumidores de distintos productos, está bien que las empresas se deslinden de toda responsabilidad con nosotres. El capitalismo y la corrupción tergiversan el sentido de la colectividad y lo convierten un castigo, es decir, Juan perdió el celular porque no supo cuidarlo, y pocas veces se piensa en planteamientos como, aunque Juan tuvo un descuido, no debió haber perdido su celular porque el establecimiento cuenta con un sistema de seguridad y atención, que permite que Juan esté a salvo. Ese pequeño cambio nos conduce a adoptar una actitud crítica con la relación entre espacialidad y seguridad. Y otra vez, la corrupción y el capitalismo nos alejan de ahí. 

Hemos normalizado que solicitar información de cualquier tipo, se parece más a ensayar el fracaso que a involucrarnos en procesos exitosos. Hemos normalizado la sensación de “no hay nada que pueda hacerse al respecto”. Esto fue un celular, una pérdida material que, de cierto modo, es reparable. Sin embargo, si esto sucede con un objeto, pensemos ¿qué pasa cuando esto se trata de vidas humanas? Nuestra concepción del cuidado colectivo debe sacudir estas frustraciones que se han vuelto cotidianas. Pensar que, en nuestro consumo en espacios de dispersión, nuestra seguridad depende totalmente de nosotres, es una trampa de la corrupción. ¿de qué nos sirve, entonces, estar inmerses en ambientes de hipervigilancia si esos sistemas no son capaces de proporcionar un dato tan simple como saber qué pasó con un objeto? ¿Para quién, entonces, es esa seguridad? 

Hechos como este me remueven un enojo asociado a las relaciones de poder y las jerarquías, porque todes sabemos que hay personas que con la mano en la cintura pueden tener sus objetos de vuelta, sin tener que vivir ninguna de las situaciones incómodas antes descritas. No imagino que el encargado de seguridad pierda un celular y nadie sepa cómo encontrarlo, como tampoco imagino al gerente del bar en la misma situación. Pensar en esas relaciones, es lo que debe motivarnos a extender reflexiones humanistas y holísticas sobre los derechos humanos, porque la corrupción no está en un sólo umbral, en cambio, es una partícula que pulula por todas nuestras relaciones sociales.

El problema de la corrupción nos impacta en lo afectivo, pues normalizamos la culpa sobre pérdidas materiales, económicas e incluso humanas. Debemos desaprender que somos enteramente responsables de los daños que sufrimos, y reapropiarnos de la corresponsabilidad en cualquiera de nuestras interacciones. Merecemos ser tratades con dignidad siempre, sin importar las circunstancias. Y esa es la enseñanza más grande y palpable que el antirracismo me ha dejado, que la habitabilidad del mundo se sostiene por las incomodidades que llevan a flote la complejidad de las opresiones. 

Una reflexión de Ana Hurtado

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